sábado, 31 de enero de 2015

Reseña del libro “La fatal arrogancia” de Friedrich Hayek

La fatal arrogancia es la última obra del filósofo político Friedrich Hayek, escrita a fines de la década de 1980 cuando el autor contaba casi 90 años de edad. Esta obra es la culminación de una casi toda una vida del autor en defensa de las ideas de la libertad.
La tesis central del libro en la cual se basa su título, es que el socialismo constituye un error intelectual ya que pretende, por medio de la razón, barrer con todas las instituciones y tradiciones de lo que Hayek denomina “el orden extenso de cooperación” del cual forma parte fundamental el mercado y sus relaciones de intercambio. A diferencia de “Camino de servidumbre” Hayek no explicita a qué se refiere con “socialismo”, pero de la lectura de las páginas del libro se desprende que en general identifica al socialismo con la pretensión fatalmente arrogante de atribuirle a la razón humana un poder que no tiene, para así barrer y rediseñar las instituciones existentes haciendo uso de esa razón que no conoce límites (según los socialistas), bajo la pretensión de lograr alcanzar “un mundo mejor”.
La premisa fundamentalmente errada del socialismo entonces es creer que la actual civilización como se le conoce fue fruto o producto de un diseño intencionado por parte de alguna mente superior, lo que los lleva a creer que puede existir tal mente que, otra vez, diseñe nuevas y mejores instituciones que las existentes, nuevas instituciones que se identifican con la propiedad estatal de los medios de producción y la economía centralmente planificada. Pero como bien señala Hayek la realidad y los hechos demostraron que tal pretensión era intrínsecamente errada por los resultados desastrosos a los que llevó, y además porque sus premisas son erradas en el sentido de que la civilización actual, que Hayek llama “el orden extenso de cooperación”, no fue producto de un diseño intencionado ni premeditado por parte de ninguna mente superior, sino que fue producto de un continuo proceso de evolución cultural que a base de la prueba y el error hizo que ciertos grupos fueran adoptando prácticas y normas de conducta que resultaban más eficaces y más convenientes para facilitar el aumento de la población de esos grupos y su supervivencia en el tiempo, junto con posibilitar un bienestar material cada vez mayor de esos mismos grupos.
Dichas prácticas y normas de conducta fueron las que hicieron posible el avance de la civilización desde sus más primitivos estadios hasta llegar al orden extenso que se conoce hoy en día, en que ninguno de nosotros sabe a quien finalmente terminan beneficiando los bienes y servicios que produce y a la inversa tampoco sabemos a quien debemos en último término el hecho de que podamos hacer uso de bienes y servicios que satisfacen necesidades cada vez más diversas y que antes eran desconocidas. Este orden extenso contrasta con aquellos primitivos órdenes tribales en que los miembros de un grupo reducido se conocían entre sí y creaban lazos humanos entre ellos y así podían coincidir en fines comunes y también en los medios para alcanzarlos. Pero a medida que los grupos humanos crecen en número se hace cada vez más difícil el íntimo conocimiento de los miembros entre sí y se hace difícil crear lazos humanos directos y coincidir en fines comunes y en los medios para alcanzarlos. Es así entonces como se hace necesario sustituir las primitivas costumbres propias del reducido orden tribal, por aquellas normas abstractas de conducta que hacen posible la aparición del orden extenso, y que incluyen el respeto a la libertad individual, el respeto a la propiedad privada (Hayek le llama “propiedad plural”) y el respeto de las obligaciones asumidas, entre otros.
Adoptar estas normas de conducta resulta problemático ya que suelen chocar con los instintos primitivos del ser humano que encuentran su expresión en los pequeños grupos tribales. Esta adopción es fruto de un proceso evolutivo en que la tradición, el aprendizaje y la imitación juegan un papel fundamental. Lo más importante que señala Hayek es que NO SABEMOS por qué adoptamos ciertas normas de conducta, pero lo hacemos de todas formas porque nos es más conveniente para alcanzar nuestros fines y concebir los medios necesarios para ellos. Dichas normas y dicha moral no fueron concebidas por la razón, sino que, como recalca Hayek “No es la moral fruto de la razón, sino que fueron más bien esos procesos de interacción humana propiciadores del correspondiente ordenamiento moral los que facilitaron al hombre la paulatina aparición no sólo de la razón sino que de ese conjunto de facultades con las que solemos asociarla”. El autor es claro en reconocer las limitaciones de la razón, y sitúa a esas normas de conducta entre el instinto y la razón, ya que no fueron adoptadas por instinto ni tampoco concebidas por la razón, sino que fueron adoptadas como parte de un proceso de aprendizaje.
Hayek identifica cuatro convicciones que subyacen a la pretensión de reemplazar la moral tradicional por una nueva moral concebida apelando a la razón, pretensión tan propia de lo que el autor llama “constructivismo” o “cientismo”. Esas convicciones son: la idea de que no es razonable plantearse un objetivo que no pueda justificarse científicamente o no se pueda constatar  a través de la observación; la idea de que no es razonable aceptar lo que no se puede comprender; la idea de que no es razonable mantener determinada conducta si no se ha especificado previamente el fin que se persigue; y el supuesto según el cual no es razonable iniciar acto alguno si sus efectos no sólo son plenamente conocidos de antemano, sino también perceptibles y favorables. El autor dedica un capítulo entero a hacerse cargo de enjuiciar y refutar esas convicciones, y siempre es claro en su apego y defensa de la moral tradicional.
Ese apego y esa defensa podrían llevar, en un arranque de simpleza, a considerar a Hayek como un pensador “conservador”, pero conviene detenerse un poco más en la lectura de este libro antes de llegar a tal conclusión. En realidad más que un apego y defensa de la tradición per se, lo que Hayek defiende con ahínco es ese proceso de evolución cultural mediante la prueba y el error, y no niega que las pautas de comportamiento y la misma tradición sean susceptibles de perfeccionarse. No es una defensa de la tradición como tal, sino que del proceso evolutivo que permitió que esa tradición decantara y se asentara con el paso del tiempo. A este respecto conviene citar un pasaje clave en uno de los primeros capítulos, en que el autor señala que “La adecuada comprensión del proceso de evolución cultural requiere que el beneficio de la duda esté de parte de la normativa existente, correspondiendo la carga de la prueba a quienes sugieran su revisión”. Por lo tanto no niega tal revisión, sino que solo sitúa la carga de la prueba del lado de quienes la sugieren.
La explicación que mejor sintetiza la crítica de Hayek al mal uso de la razón y su aceptación de que las normas morales de conducta pueden ser revisadas y perfeccionadas, queda de manifiesto cuando afirma que su crítica se dirige contra una manera de interpretar la razón que es la base del modelo socialista y contra el racionalismo constructivista que es ingenuo y acrítico en cuanto al contenido de la función racional, y que está lejos de su ánimo la idea de que no sea posible mejorar las costumbres heredadas, perfeccionando algunas de ellas y eliminando otras, a través de la razón, pero de forma siempre cauta, humilde y parcial.
La fatal arrogancia es un muy buen libro para los defensores de las ideas de la libertad ya que expone la corriente evolucionista del pensamiento liberal representada por Hayek, que contrasta con las corrientes iusnaturalistas que asumen que existe un modo de ser o una “esencia” del hombre que es única y constante a través del tiempo y que se puede llegar a conocer y de la cual se pueden derivar normas morales de comportamiento. Por el contrario, el evolucionismo de Hayek plantea, citando orgullosamente a David Hume, que “las normas morales no son conclusiones derivadas de la razón”, sino que por el contrario “aprender a comportarse es más la raíz que el resultado de nuestra intuición, razón o entendimiento”.
Sin duda una excelente obra para cuestionar los límites de la razón y del uso que se pretende hacer de ella, y que llama a ser muy cauto ante los afanes “refundacionales” que llaman a dejar atrás lo aprendido a lo largo de siglos de prueba y error para reemplazarlo por un supuesto diseño consciente y deliberado producto de una inexistente mente superior.

¿Igualitarios o socialdemócratas?

En una columna Cristóbal Bellolio responde a Jorge Gómez Arismendi acerca del “mínimo común liberal”. En su respuesta, Bellolio alude a que en realidad Gómez se refiere a la corriente filosófica conocida como “libertarianismo”, uno de cuyos máximos exponentes es el filósofo político Robert Nozick, y que él por su parte se refiere a la corriente llamada “liberalismo igualitario”, representada por pensadores como John Rawls, y que según Bellolio actualmente ES la corriente imperante en el liberalismo en el campo de la teoría política.
Sin entrar a discutir acerca de la apreciación que hace Bellolio en cuanto a los nombres de las corrientes y cuál de las dos supuestamente es la que realmente debiera llamarse “liberal”, resulta interesante enjuiciar el mínimo común que propone Bellolio en cuanto a su valor de idea debido al hecho de que de su lectura se infieren bastantes coincidencias con la socialdemocracia.
Primero, Bellolio responde a Gómez afirmando que “la teoría liberal contemporánea (desde Rawls en adelante) se toma muy en serio el problema de la justicia: cómo las condiciones de partida son determinantes en la distribución de recompensas que no pueden (ser) justificadas apelando al mérito”. Es necesario detenerse en esto. En primer lugar, Bellolio parece asumir una suerte de determinismo social, en que las supuestas condiciones de partida (o la llamada “cuna”) serían determinantes en la distribución de recompensas. Seguramente los igualitarios podrían decir que hay evidencias y estadísticas que muestran que las personas pobres en general nunca dejan de ser pobres y las personas ricas en general nunca dejan de ser ricas, pero esto constituye una falacia cum hoc ergo propter hoc, ya que atribuye causalidad a una mera correlación estadística. Para probar que existe una correlación estadística basta con tomar datos y buscar la correlación entre ellos, pero otra cosa muy distinta es asumir que dicha correlación indica una causalidad. Eso es una falacia, ya que correlación NO ES LO MISMO que causalidad. Para probar la causalidad se requiere acudir al método científico hasta llegar a determinar con cierto margen de certeza que cada vez que se presenta un antecedente le sigue un consecuente, como es el caso de la atracción gravitacional y la caída libre en el aire hasta llegar a tocar el suelo. Pero si acaso los igualitarios pretenden sugerir una relación de causalidad con el determinismo social, tienen un arduo trabajo ya que la carga de la prueba recae sobre ellos, pero se ve bastante difícil que puedan acudir al método científico para probar una supuesta causalidad que bien puede no existir. Mientras no se pruebe que existe tal causalidad, apenas puede contarse con que existe una correlación estadística, lo cual no dice mucho en sí mismo.
En segundo lugar, Bellolio pretende que las recompensas sean justificadas apelando al “mérito”, lo cual se conoce como “meritocracia”. Al hacer esto, lo que en el fondo se quiere significar es que la distribución de la propiedad resultante de los millones de intercambios simultáneos que ocurren día a día, debe estar sujeta a una pauta de resultado final, en que es el “mérito” de cada persona el criterio para determinar la recompensa o la cuota de propiedad que le corresponde. Esto lo acerca a la socialdemocracia en el sentido de que tal pauta de resultado final implica una organización de la sociedad desde arriba hacia abajo, en que los que están arriba determinan el “mérito” en cada caso particular y por consiguiente asignan las recompensas o cuotas de propiedad. Sin esto último, la pretensión de “meritocracia” queda imposibilitada de verse realizada ya que sin intervenir en el marco de las relaciones intersubjetivas, no es posible eliminar la arbitrariedad con que se toman las decisiones en el marco de dichas relaciones. Arbitrariedad que explica, por ejemplo, que un gerente contrate a un amigo suyo para un importante puesto ejecutivo en su empresa, sin importar “sus méritos”. Para poder impedir esto tendría que existir una ley que impida al gerente contratar a su amigo y lo obligue a poner un aviso de búsqueda de personal para contratar. Se ve entonces que los que están “arriba” no son más que los legisladores que hacen leyes para organizar la sociedad de acuerdo a ellas.
Continua Bellolio afirmando que “Por ello se les llama también liberal-igualitarios: son liberales que creen que las sociedades justas tienen una cierta obligación de redistribuir recursos y oportunidades. Al hacerlo, inevitablemente afectan la libertad individual de las personas”. Nuevamente se acerca a la socialdemocracia con su idea de la redistribución de recursos, la cual solo puede hacer el Estado cobrando impuestos, y además le añade la redistribución de oportunidades, lo cual sugiere la existencia de leyes para determinar qué oportunidades les corresponden a quienes, lo cual como bien reconoce inevitablemente afecta la libertad individual de las personas. Con esto Bellolio se acerca a la socialdemocracia en sus formas institucionales, ya que la existencia de leyes para determinar qué recursos y oportunidades les corresponden a quienes, constituye una abierta interferencia del Estado sobre la sociedad civil, en que el Estado actúa como un verdadero configurador de la sociedad civil. Una característica de los llamados “Estados sociales de derecho” (forma Constitucional de la socialdemocracia) es que el Estado tiende a confundirse con la sociedad civil ya que interfiere abiertamente con ella y la configura, a diferencia de los Estados liberales de derecho en que el Estado está muy bien separado de la sociedad civil e interfiere muy poco con ella y de ninguna manera intenta configurarla. Pero lo que es más ambiguo y poco claro es la idea de “sociedades justas”. En su célebre “Leviathan”, Thomas Hobbes decía que “La definición de injusticia no es otra sino ésta: el incumplimiento de un pacto. En consecuencia, lo que no es injusto es justo”. De esta forma Hobbes asociaba la justicia a la observancia efectiva de los pactos y de dar a cada uno lo suyo en virtud de los mismos, pero donde no hay pactos no hay “suyo” y no hay justicia ni injusticia. Esta idea de justicia se conoce como “conmutativa”, a diferencia de la mal llamada “justicia distributiva” que Hobbes identifica como la de un árbitro que define lo que es justo en una controversia entre dos partes, idea que puede hacerse extensiva a cualquier grupo de personas. La idea de “sociedades justas” a la que alude Bellolio parece relacionarse con la equivocada noción de “justicia distributiva” en que un árbitro define lo que es justo de acuerdo a los “méritos” de cada uno.
Sigue Bellolio afirmando que “En esto seguimos a Sir Isaiah Berlin (uno de los liberales más notables del siglo XX) que sostenía que la libertad individual no siempre es la primera necesidad de todo el mundo. Hay veces en las cuales las urgencias de pan, techo y abrigo son más acuciantes. Esto no implica desplazar a la libertad de su prioridad. Significa reconocer la existencia de otros valores normativos (igualdad, solidaridad, paz social) que también merecen consideración en el arte de gobernar”. Entiendo que Bellolio cuando cita a Berlin se mueve en el plano de las abstracciones, pero cuando aterriza su idea con las “urgencias de pan, techo y abrigo” yerra lamentable y rotundamente, ya que su aterrizaje solo puede entenderse en el marco de su intento de definir un mínimo común para un posible proyecto que él llama “liberal” en CHILE, pero en Chile esas necesidades están más que cubiertas en general. Por todas las estadísticas conocidas, la desnutrición ya no es un problema acuciante en Chile, sino que por el contrario ahora la obesidad aparece como un problema de salud para muchas personas. Y las necesidades de techo y abrigo también están más que cubiertas, con las lamentables excepciones de los indigentes que aún existen en Chile, que constituyen una realidad marginal, la excepción que confirma la regla, y de quienes se hace cargo de ayudar el Hogar de Cristo, una organización caritativa que funciona ¡sorpresa para los igualitarios! con aportes voluntarios en dinero y especies en vez de impuestos. Por otra parte, cuando alude a reconocer la existencia de “otros valores normativos que también merecen consideración en el arte de gobernar”, le queda pendiente justificar por qué dichos valores normativos deberían ser considerados en cada caso. Si de los casos de pan, techo y abrigo se trata, su ejemplo simplemente es no ha lugar en el caso de Chile.
Siguiendo con el tema de los impuestos, Bellolio señala que “Los liberales se distancian de los libertarios en este punto: nosotros creemos que la estructura tributaria es legítima en la medida que contribuya a la provisión de ciertos bienes públicos democráticamente acordados –educación, salud, vivienda- que nos permitan satisfacer condiciones básicas para que la competencia posterior tenga lugar en escenarios menos asimétricos y predeterminados por la suerte”. Es decir, Bellolio apela a los fines que se persiguen con la recaudación de impuestos que luego serán gastados por el Estado en la provisión de “bienes públicos”, y esos fines son determinados por consenso democrático. Pero en esto Bellolio yerra ya que la democracia es una doctrina sobre la manera de determinar lo que será la ley, y el liberalismo una doctrina sobre lo que debiera ser la ley, como bien señaló Hayek en su conocida obra “Los fundamentos de la libertad”. Bellolio parece apelar a los procedimientos democráticos para determinar fines que legitimen el cobro de impuestos y su posterior uso para gasto fiscal por parte del Estado. Es decir, a Bellolio parece importarle más la forma en que se hacen las leyes que el contenido de las mismas, y en este caso el contenido apunta a la provisión de “bienes públicos” tales como educación, salud y vivienda gracias a los impuestos cobrados (progresivamente, lo más probable) a las personas naturales y jurídicas.
Pero es conveniente destacar que lo que Bellolio llama “bienes públicos” tales como educación, salud y vivienda, es lo que los abogados llaman “derechos sociales” o de segunda generación, los cuales implican una prestación del Estado a los ciudadanos que la exijan. Por definición los “bienes públicos” son aquellos en que no existe rivalidad en el consumo ni tampoco se puede excluir, el ejemplo clásico es la defensa nacional o la seguridad interna, en que se cobran impuestos para evitar el problema del “free rider”, que son personas que se verán beneficiadas por el uso del bien sin pagar por él, lo cual es una justificación teórica para cobrarles impuestos y así impedir que puedan beneficiarse de un bien por el cual no han pagado. Pero el problema es que los “bienes públicos” como educación, salud y vivienda a los que alude Bellolio, son bastante distintos que la protección policial o de las Fuerzas Armadas, ya que si bien la policía y las Fuerzas Armadas se financian con impuestos, su fin es meramente defensivo para impedir atropellos a la libertad negativa de las personas, en cambio la educación, la salud o la vivienda tienen como fin, en palabras de Bellolio “satisfacer condiciones básicas para que la competencia posterior tenga lugar en escenarios menos asimétricos y predeterminados por la suerte”. Lo que los economistas llaman “bienes públicos”, en este caso los abogados les llaman “derechos sociales”, y en su versión socialdemócrata tienen como fin producir una suerte de igualación material de las rentas de los ciudadanos. Bellolio parece no apuntar a ese fin igualitarista en su forma “fuerte”, sino a una forma más “débil” de “satisfacer condiciones” para una “competencia posterior”. En esto Bellolio nuevamente se acerca a la socialdemocracia, ya que si bien dice perseguir un fin que no apunta a la igualación de resultados, los medios a los que apela son los mismos que los de la socialdemocracia, los (mal) llamados “derechos sociales”. Y también Bellolio cae abiertamente en la socialdemocracia cuando apela al consenso democrático para determinar fines que legitimen el cobro de impuestos distintos de los fines que cumplen por ejemplo la policía y las Fuerzas Armadas. No es casualidad que la palabra socialdemocracia esté compuesta de la palabra “social” y de la palabra “DEMOCRACIA”.
Pero la parte más desafortunada de la columna de Bellolio, es cuando afirma que “Si en Latinoamérica ya es difícil configurar un proyecto político (ideológico y electoral) de corte liberal, articular uno en torno a las ideas del libertarianismo es básicamente fantasioso. Los pocos libertarios que existen están en las bibliotecas (o participando del debate público como activamente lo hace Axel Káiser) y no en los Parlamentos”. Y digo desafortunado porque parece asumir la necesidad de un proyecto electoral que busque conseguir escaños en el Congreso (Chile tiene Congreso y no Parlamento) para que así las ideas libertarias puedan realizarse. Y lo desafortunado es precisamente que Bellolio no parece otorgarle importancia a la hegemonía cultural en la formación de la llamada “opinión pública”, sino que parece creer que basta con tener un diputado o senador que legisle para así supuestamente llevar a la práctica las ideas libertarias por medio de leyes. El problema es que las leyes no cambian la idiosincrasia ni los usos y costumbres arraigados.
En Chile desde el 2011 se instaló en la opinión pública la idea de que la desigualdad es intrínsecamente negativa, se satanizó el lucro y se asumió que “el abuso” es la regla en las relaciones de intercambio entre las empresas y los ciudadanos, y los políticos de izquierda a derecha comenzaron a responder a estos fetiches discursivos asumiendo como válidas las premisas en que se basaban y jamás enjuiciando esos fetiches como valor de idea, y lo que es peor aún, presentando proyectos de ley asintiendo con las demandas derivadas de los mismos. Los centros de estudio poco hicieron para controvertir y rebatir los eslóganes que demonizaban la desigualdad y el lucro y que denunciaban “el abuso”, y los medios de comunicación se sumaron a las voces cantantes que reclamaban indignadas contra la desigualdad, el lucro y “el abuso”. Es decir, la hegemonía cultural jugó un papel preponderante en la instalación de estos eslóganes, que son los arietes discursivos con los que la izquierda política retornó al poder y con los que posiblemente desarticule todo el entramado institucional existente en Chile desde el retorno a la democracia. Pero lo más lamentable es que nadie fue capaz de alzar la voz con firmeza y salir al paso y controvertir ese discurso ni menos de enjuiciarlo en su valor de idea y denunciar su falsedad. Es decir, simplemente fue una batalla que nunca se dio. Y nunca se dio porque ni los centros de estudio con ideas supuestamente contrarias fueron capaces de alzar la voz en contra, ni menos lo hicieron supuestos políticos “liberales” como Lily Pérez, que se ha dedicado a satanizar el lucro. Con esto queda claro que los políticos en el Congreso reaccionan a las voces campantes que surgen desde la hegemonía cultural en vez de liderar el debate público discutiendo abiertamente la validez de los argumentos y el valor en cuanto a idea de esas voces.
Es por esto que tiene poco valor que exista un diputado o senador en el Congreso que supuestamente pretenda materializar una agenda legislativa que plasme ideas de corte libertario si la hegemonía cultural es hostil y contraria a esas ideas. Es mucho más importante disputar abiertamente la hegemonía cultural y controvertir y enjuiciar en cuanto a su valor de idea los eslóganes contrarios a la desigualdad, el lucro y que denuncian “el abuso”. Es un trabajo “de hormiga” y que requiere mucha paciencia y dedicación, pero que es la siembra que en el mediano o largo plazo será cosechada y rendirá sus frutos, como bien puede atestiguar la izquierda política con su aplastante triunfo en las elecciones Presidenciales y legislativas del año pasado. Esos frutos bien pueden ser elegir diputados y senadores que materialicen una agenda legislativa que plasme esas ideas. Pero si han sido elegidos es porque hay una base sólida en la hegemonía cultural que es receptiva y afín a esas ideas. Es decir, no se construye sobre el fango. Se construye sobre una base con cimientos sólidos.
Finalmente, es menester cerrar esta columna enjuiciando una de las afirmaciones iniciales de Bellolio, que dice “yo afirmo que la libertad tiene prioridad pero puede ser restringida cuando la sociedad elabora justificaciones a la altura”. El lenguaje de Bellolio es engañoso y poco claro al apelar a “la sociedad”, ya que lo que él llama “la sociedad” en la práctica política es un cuerpo legislativo de diputados y senadores que supuestamente “representan los intereses de la sociedad”, pero esto es una ficción. Es imposible que un diputado o senador pueda representar los múltiples intereses divergentes de todas las personas que conforman la sociedad. Por el contrario, lo que hacen los diputados y senadores es darle prioridad a algunos intereses por sobre otros, tratando de dar “justificaciones a la altura” para esa priorización, pero el problema es que “la altura” queda definida según la voluntad de los legisladores, y de esa forma, siguiendo a Bellolio, la libertad puede ser restringida siguiendo un procedimiento democrático de votación de mayoría. Pero aquí es necesario detenerse. ¿Cuál es la legitimidad de que un cuerpo legislativo que no puede representar EFECTIVAMENTE los múltiples intereses divergentes de todas las personas, restrinja la libertad de personas a las que no puede representar efectivamente? ¿Por qué tiene que aceptarse una restricción de la libertad en virtud de un simple procedimiento democrático de votación de mayoría, si el liberalismo es una doctrina sobre lo que debiera ser la ley y no sobre la manera de determinar lo que será la ley? ¿Si intentara salvarse el problema de la representación acudiendo a la democracia directa, por qué habría que estar dispuesto a someter las restricciones a la libertad a una votación en que una mayoría decida que desea restringir la libertad en detrimento de la minoría? ¿Qué sucedería si la minoría no estuviera dispuesta a someter tales restricciones a votación? ¿La mayoría estaría facultada para obligarla en caso de que no estuviera dispuesta? ¿Es esto legítimo? Posiblemente los igualitarios responderían que la minoría tiene que estar dispuesta a someter las restricciones de sus libertades a votación, y si no está dispuesta, no importa porque se le obligará a hacerlo de todas formas. Las únicas restricciones a la libertad legítimas son las que las personas se autoimponen en virtud de los pactos que han suscrito con terceros o en virtud del daño que podrían causar o que han causado a terceros. Apelar a un procedimiento democrático para restringir la libertad solo deja entrever el poco aprecio que el llamado “liberalismo igualitario” tiene por la libertad en su sentido negativo.
Así entonces, el llamado “mínimo común igualitario/socialdemócrata” podría sintetizarse como “Reconocemos que la libertad no es el valor supremo y siempre estamos dispuestos a restringirla cuando el procedimiento democrático elabora justificaciones a la altura, ya sea en virtud de la igualdad, solidaridad, o la paz social, y siempre estamos dispuestos a coartar la libertad negativa de unos en beneficio de la libertad positiva de otros, estén o no estén de acuerdo los primeros ya que la democracia legitima los fines por los cuales se coarta su libertad”.

Meritocracia ¿De qué están hablando?

El sábado 18 de enero de 2014 surgió una polémica difundida por las redes sociales debido a las declaraciones del ex Ministro de Hacienda del Presidente Ricardo Lagos, Nicolás Eyzaguirre, recogidas por el diario El Mercurio y en las cules llamó “idiotas” a varios de sus ex compañeros de generación quienes actualmente ocupan cargos de gerencias en empresas privadas. Las palabras textuales de Eyzaguirre fueron: "Yo fui a un colegio cuico. Fui al Verbo Divino, y les puedo decir que muchos de mi clase eran completamente idiotas; hoy día son gerentes de empresas. Lógico, si tenían redes. En esta sociedad no hay meritocracia de ninguna especie".
Rápidamente surgieron reacciones de distintos actores, muchos rasgando vestiduras por la falta de “meritocracia” en Chile y el supuesto hecho de que la “cuna” decide el destino de quienes nacen con ventajas relativas debido a la posición de sus progenitores en la escala social. Surge entonces la pregunta, ¿qué se entiende por “meritocracia”? El consenso respecto a esta idea gira más o menos en torno a que los dividendos de la participación social, llámese “premios”, deberían estar distribuidos de acuerdo a una pauta de resultado final determinada de acuerdo a los "méritos" de cada persona que interactúa con otras en la sociedad. Si se busca la definición de “mérito” en el diccionario de la real academia española, se puede encontrar lo siguiente:
  1. m. Acción que hace al hombre digno de premio o de castigo
  2. m. Resultado de las buenas acciones que hacen digna de aprecio a una persona
  3. m. Aquello que hace que tengan valor las cosas
Destacan las nociones de “premio”, “buenas acciones”, y lo más importante, “valor”, En suma, se alude a que existen ciertas “buenas acciones” que son susceptibles de ser valoradas por otros y por consiguiente premiadas. A esto puede agregársele la idea de que los “talentos” y el “esfuerzo” son una razón que justifica el reclamar un premio por poseer ese talento y haber desplegado ese esfuerzo. El problema central, el quid del asunto está en la valoración de aquellas “buenas acciones”, o de aquellos “talentos” o “esfuerzos”. Y digo problema para quienes claman por meritocracia ya que dichas valoraciones son eminentemente subjetivas. De la misma forma en que la teoría del valor subjetivo nos dice que el valor de cambio de los objetos está en la mente de quien los adquiere y no en el objeto mismo, análogamente el valor que una persona asigna a los talentos o a los esfuerzos de otros TAMBIEN es subjetivo y no está en ni en las “buenas acciones” ni en los “talentos” ni en los “esfuerzos” de otros, sino que está en la mente de esa persona. Basta ver las diferencias de opinión que se pueden encontrar acerca de cualquier persona. Quizás en algunos casos las opiniones puedan coincidir o converger, pero es muy difícil que haya una opinión unánime compartida por todos. Apenas se puede reconocer como algo OBJETIVO el nombre de una persona, su sexo y su edad. Cualquier valoración que se haga de ella o de sus acciones es subjetiva.
Si se acepta entonces la subjetividad en las valoraciones, la idea de la meritocracia queda más bien vacía de contenido, ya que los defensores de la meritocracia apelan a una supuesta “objetividad” para definir pautas de resultado final según las cuales deberían estar distribuidos los dividendos o “premios” de la interacción social. Pero el problema es la falsa “objetividad”, porque como ya se dijo no hay tal objetividad y lo que hay en cambio es una subjetividad en las valoraciones que cualquier persona hace sobre otras personas y sobre sus acciones. Así entonces, a los defensores de la meritocracia no les queda más que aceptar dicha subjetividad y renunciar a una supuesta objetividad inexistente. Pero dicha renuncia y dicha aceptación implican que la arbitrariedad pasa a jugar un rol importante. Basta ver los altos cargos ejecutivos que pueden a veces alcanzarse por amistad en la empresa privada, comúnmente llamados “pitutos”, o las suculentas sumas de dinero que cobran personajes de farándula por exponer sus escándalos en programas de televisión. Seguramente algunos podrán decir que los ejecutivos en cuestión o los rostros de farándula no han hecho “suficientes méritos” para ser acreedores de ostentar tales cargos y recibir tales sumas de dinero, pero la respuesta es que en estricto sentido no necesitan tener tales méritos. Basta con que los dueños de las empresas (o sus directores) o el dueño del canal de televisión estén dispuestos a contratarlos en esos cargos y a pagarles millonarias sumas de dinero. Ellos no necesitan valerse más que de su libertad y su consiguiente arbitrariedad para contratar y pagar tales sumas, y esto mismo vale para cualquier relación contractual en que un empleador paga a un trabajador o en que dos sujetos intercambian bienes o servicios, y esto por cierto incluye los peyorativamente llamados “pitutos”, respecto a los cuales el cientista político Cristóbal Bellolio llamó a “acorralar la cultura del pituto”. Y también vale para las herencias, ya que un hijo puede no necesitar tener ningún talento ni desplegar ningún esfuerzo para que sus padres decidan heredarle su patrimonio en virtud del amor o el cariño que tienen por él o incluso en virtud del puro capricho. Lo que valida la herencia es el simple deseo de los progenitores de ceder su patrimonio a sus hijos estando en pleno uso de sus facultades. Pretender suprimir la arbitrariedad para actuar y decidir en el marco de las relaciones intersubjetivas es una gran amenaza a la libertad individual. Es absolutamente irrelevante el mérito o la falta de este ya que eso no es lo que legitima los títulos de propiedad adquiridos.
Entonces, si las “buenas acciones” o los “talentos” o “esfuerzos” no son un criterio necesario para legitimar los títulos de propiedad adquiridos, ¿cuál podría ser un criterio? La respuesta liberal se puede encontrar en la famosa obra del filósofo político Robert Nozick “Anarquía Estado y utopía”, en la cual el autor desarrolla el llamado principio de justicia en la transferencia, el cual en breve estipula que la propiedad se transfiere legítimamente de una parte a otra si se observan tres reglas en el procedimiento de intercambio (esto mismo vale para los obsequios o regalos): no incurrir en fraude, no hacer uso de la violencia y no aprovecharse del error de una de las dos partes que acuden a intercambiar. La máxima que sintetiza este principio puede resumirse en palabras sencillas como “De cada quien como escoja, a cada quien como es escogido”.
Bajo estas premisas, la distribución aleatoria que resulta de millones de intercambios simultaneos NO PUEDE atribuirse a las acciones individuales de ningún sujeto de aquellos que participan en los intercambios, y por lo tanto no obedece a ninguna pauta de resultado final. La justicia o injusticia solo puede atribuirse a acciones individuales con un propósito determinado, no puede atribuirse a situaciones que no han sido concebidas por nadie en particular, tal como es el caso de la distribución no pautada resultante de millones de intercambios simultáneos. Por lo tanto, es un completo sinsentido hablar de “resultados justos”. Solo existen procedimientos justos derivados de acciones individuales justas.
La máxima enunciada por Nozick contrasta radicalmente con aquella máxima socialista que dice “De cada cual según su capacidad; a cada cual según su necesidad”. Esta máxima socialista perfectamente podría modificarse reemplazando la palabra “necesidad” por la palabra “mérito” como la pauta de resultado final según la cual hay que distribuir "a cada cual" (nótese la importancia de la preposición "a"). La diferencia al hacer este reemplazo es que ahora el supuesto criterio para distribuir los dividendos de la interacción social bajo una pauta de resultado final ya no es la “necesidad” y la “igualdad de resultados” en su versión socialista ortodoxa, sino que el “mérito”. Se reemplaza la “necesidad” por el “mérito” como el motivo por el cual se reclama una recompensa o premio determinado. O dicho más sucintamente, se reemplaza la “necesidad” por el “mérito” como fuente de derechos. Pero los derechos subjetivos no emanan ni de las necesidades ni de los méritos. Los derechos subjetivos emanan de los pactos consentidos entre dos sujetos, o de la benevolencia de un sujeto para con otro o del daño que un sujeto inflige a otro.
El problema con el mérito, como ya se dijo, es que las valoraciones de las personas y de sus acciones son subjetivas, y por otra parte cuando se cuestiona un título de propiedad adquirida porque supuestamente no hay “mérito”, quienes pretenden deslegitimar dichos títulos de propiedad, pasan a la ofensiva y trasladan la carga de la prueba del “mérito” a quienes han adquirido la propiedad, y por ende estos últimos quedan a la defensiva. Lo que en el fondo se busca es desacreditar la actual distribución de la propiedad para poder proceder luego a reorganizar la sociedad y redistribuir la propiedad de acuerdo a un criterio que se considera como "justo": las necesidades, en el caso de los socialistas, y el "mérito", en el caso de los meritócratas. Por el contrario cuando se considera un criterio como el principio de justicia en la transferencia, quienes pretenden deslegitimar los títulos de propiedad adquiridos deben asumir la carga de la prueba y demostrar que dichos títulos están viciados en el procedimiento de su adquisición debido a la ocurrencia de fraude, violencia o error. Quienes han adquirido los títulos de propiedad no deben demostrar la legitimidad del procedimiento de adquisición, sino que por el contrario la carga de la prueba recae en quienes los cuestionan, tal como en la justicia penal, cuando se imputa un delito a un acusado, la carga de la prueba recae sobre quien hace la acusación al imputado, y debe probar con evidencias fehacientes que el imputado efectivamente cometió el delito del cual lo acusa. Si no hay evidencias suficientes que se puedan exhibir en un debido proceso, entonces el imputado es declarado inocente por falta de pruebas.
De esta misma forma, cuando se cuestiona la legitimidad de un título de propiedad adquirido, si no se prueba fuera de toda duda que la transferencia de propiedad estuvo viciada en su procedimiento por la ocurrencia de fraude, violencia o error, entonces el procedimiento puede asumirse como legítimo y el título de propiedad también, con lo cual el intento de deslegitimación pierde toda fuerza tal como una falsa acusación de un delito después de un juicio en que no se pudo demostrar la culpabilidad con evidencias. Estos usos y costumbres son parte de la cultura de occidente por ya varios siglos, y han demostrado ser pilares fundamentales de la administración de justicia en un Estado de derecho. Sabemos que el fraude, el uso de la violencia y el aprovechamiento del error son valorados negativamente por los usos y costumbres vigentes por convención y por consiguiente son castigados y deben serlo en aras de mantener una convivencia civilizada y armoniosa. La causa de la libertad sufriría un gran retroceso si estos criterios fueran reemplazados por la falacia consecuencialista de aducir “resultados injustos” o la “falta de mérito”. No hay ni resultados injustos ni falta de mérito, solo hay procedimientos justos y esto es lo que un buen liberal debiera defender públicamente y sin vacilaciones.

Reseña del libro “La revolución inconclusa” de Joaquín Fermandois

En septiembre del año 2013 se cumplieron 40 años desde el golpe de Estado que derrocó al gobierno de la Unidad Popular encabezado por el Presidente Salvador Allende. Durante las semanas previas al 11 de septiembre los medios de comunicación difundieron profusamente documentales y reportajes sobre algunos de los hechos acontenidos durante el gobierno de la Unidad Popular, durante el mismo golpe de Estado y también durante la dictadura que sucedió al mismo. Desafortunadamente algunos de estos programas, como por ejemplo “Imágenes prohibidas” de Chilevisión, presentaron una visión maniquea y parcial de una época histórica que sin duda es un objeto de estudio para los historiadores y los cientistas sociales.

Pues bien, el connotado historiador Joaquín Fermandois dedicó tres años a escribir su obra llamada “La revolución inconclusa”, editada por el Centro de Estudios Públicos (CEP) y lanzada en las semanas previas al 11 de septiembre de este año. El resultado de este trabajo es un voluminoso libro que arroja muchas luces sobre todo el proceso histórico que culminó el 11 de septiembre de 1973. Se trata de un trabajo muy serio y riguroso, lo que se advierte tanto por el tiempo que le tomó al autor completarlo, como por la gran cantidad de material bibliográfico que consultó, lo que queda de manifiesto en la gran cantidad de citas al pie de página en cada capítulo.

Es importante entender que el golpe de Estado del 11 de septiembre de 1973 no fue un simple accidente en el espacio tiempo, sino que fue la culminación de un proceso histórico que puede entenderse como una línea continua en el tiempo, de antecedentes y consecuentes que llevan de unos hechos a otros. Y eso es lo que hace precisamente este libro, adentrarse en las posibles causas, en los antecedentes de dicho proceso histórico.

En su comienzo, el libro se adentra en los orígenes de lo que se ha llegado a conocer como la “izquierda” y la “derecha” en Chile desde el siglo XIX. Así se llega a conocer el origen de los dos principales partidos de la Unidad Popular, el Partido Comunista y el Partido Socialista. Como bien explica el autor, Chile en aquellas décadas del siglo XX no fue indiferente a esa gran confrontación política, económica y cultural, conocida como “Guerra fría”, entre Estados Unidos y la Unión Soviética. Este último país había pasado a ser un referente y “modelo” para el Partido Comunista chileno. Luego, en 1959 en Cuba fue derrocado el dictador Fulgencio Batista y asumieron el poder las fuerzas revolucionarias encabezadas por Fidel Castro. Así entonces, la Cuba revolucionaria llegaría a ser el referente o “modelo” del Partido Socialista chileno, que fue radicalizando sus posturas, pasando por el conocido Congreso de Chillán en 1967 y enviando a parte de su juventud de base a Cuba para recibir entrenamiento militar. Tomó forma la tesis de la “vía armada” como una forma válida de conquistar el poder político.

Así, pasando por el gobierno de Eduardo Frei Montalva entre 1964 y 1970, se llega a las elecciones de 1970, en que resultó electo Salvador Allende por la Unidad Popular. De la lectura del libro se desprende que los intentos por impedir la asunción al poder de Salvador Allende finalmente se toparon con la dificultad de que no había razones de peso que pudieran justificar romper con la tradición histórica de que el Congreso nombraba como Presidente a la primera mayoría relativa de las elecciones presidenciales, como había sido la usanza cada vez que un canditato no alcanzaba la mayoría absoluta. Los intentos por provocar una crisis que impidiera que el Congreso nombrara a Allende tuvieron un abrupto y trágico final con el brutal asesinato del comandante en jefe del Ejército, general René Schneider Chereau, quien había asentado la doctrina de que el Ejército sería obediente y no deliberante y respetaría la institucionalidad existente. Estas acciones no fueron más que intentos desesperados por impedir algo que no había forma de impedir por cauces regulares y normales a la usanza de la institucionalidad y la tradición de entonces.

Y es aquí donde se llega a los capítulos más importantes de esta obra. Desde la campaña, el programa de la Unidad Popular planteaba una transformación radical de la sociedad, que llamaba como “vía chilena al socialismo”, la cual  terminaría en una revolución siguiendo los referentes o “modelos” en que se inspiraban los partidos de la Unidad Popular: Cuba, la Unión Soviética, Alemania Oriental y los llamados “socialismos reales” de Europa Oriental. Y aquí también es donde surge una interrogante clave: ¿qué esperaba Allende y la Unidad Popular de aquellos sectores de la sociedad que se oponían a su gobierno y a su programa, y que sin lugar a dudas verían afectados sus intereses y hasta su propia supervivencia (no necesariamente de su vida, sino que de su existencia como clase social)? En la página 375 se cita parte del discurso de Allende ante el Congreso el 21 de mayo de 1971 en el tradicional Mensaje presidencial a la nación. En ese día Allende dijo (cita textual):

“Nuestro sistema legal debe ser modificado. De ahí la gran responsabilidad de las Cámaras en la hora presente: contribuir a que no se bloquee la transformación de nuestro sistema jurídico. Del realismo del Congreso depende, en gran medida, que a la legalidad capitalista suceda la legalidad socialista conforme a las transformaciones socioeconómicas que estamos implantando, sin que una fractura violenta de la juridicidad abra las puertas a arbitrariedades y excesos que, responsablemente, queremos evitar”

Estas palabras arrojan luces reveladoras de las intenciones de Allende y la UP para con sus adversarios. Es imposible no entender dichas palabras como una amenaza velada a quienes pensaran oponerse a los objetivos del gobierno de la UP y de su programa. “Contribuir a que no se bloquee la transformación de nuestro sistema jurídico” para que así “a la legalidad capitalista suceda la legalidad socialista” no puede entenderse sino como un llamado a la “colaboración” pero con la gran salvedad de que nunca se toma en cuenta si las Cámaras del Congreso estarían de acuerdo en “colaborar” ni tampoco parece haber una intención de preguntarles si están de acuerdo. Conviene recordar que la UP nunca tuvo mayoría en ninguna de las cámaras del Congreso, dividida en los “tres tercios” de aquel entonces, y en que finalmente dos de esos tercios terminaron unidos contra el otro, vale decir, la Democracia Cristiana se unió al Partido Nacional para frenar a la UP en una relación que podría entenderse más bien como un matrimonio de conveniencia o una alianza estratégica que como una convergencia política que compartiera principios de fondo, aparte de preservar lo que Fermandois llama “el modelo occidental” de la democracia. Como el autor bien dice en la página 745, “la derecha nunca se sintió del todo segura en su alianza con la Democracia Cristiana, que a fin de cuentas fue tan necesaria para su propia supervivencia. Al mismo tiempo, tenía conciencia de que la situación era precaria, conciencia compartida por los democratacristianos”. Parece que se cumplió ese antiguo adagio de que “el enemigo de mi enemigo es mi amigo”.

Al final de esas palabras Allende apelaba a “evitar arbitrariedades y excesos” producto de “una fractura violenta de la juridicidad”. Es decir, el Presidente sugería que si el Congreso, en el cual no tenía mayoría, no daba luz verde a su programa, entonces podría producirse “una fractura violenta de la juridicidad” que llevara a “arbitrariedades y excesos” que “responsablemente querían evitar”. ¿Qué era esto sino una amenaza velada? Fácilmente puede entenderse la amenaza del mensaje como “si el Congreso bloquea la transformación del sistema jurídico, entonces se producirá una fractura violenta de la juridicidad, que llevará a arbitrariedades y excesos”. Y claro, para evitar “responsablemente” esas “arbitrariedades y excesos” es que el Congreso no debía bloquear la transformación del sistema jurídico.

Pero lo que sucedió durante los tres años del gobierno de la Unidad Popular fue que los adversarios de Allende y la UP simplemente no estuvieron dispuestos a entregarse y dejar que arrasaran con ellos, sino que se sintieron amenazados y acorralados y hasta luchando por su propia supervivencia en una batalla por el todo o nada. Esto ocurrió no solo con la alianza instrumental en el Congreso entre la DC y el Partido Nacional, que se manifestó de múltiples formas, una de las cuales fue la Reforma Constitucional de las Tres Areas de la economía, que ponía un freno a las intenciones de la UP de continuar estatizando la economía en la llamada “Área de Propiedad social” que concentraba las empresas requisidas e intervenidas por el Estado. Otra de las manifestaciones de esta alianza fueron las múltiples acusaciones constitucionales contra los ministros del gobierno del Presidente Allende, ante lo cual este respondía simplemente nombrando al ministro destituido a cargo de otro ministerio, maniobra conocida como “enroque”, tal como la jugada de ajedrez. Es decir, la oposición al gobierno usaba un mecanismo pensado para casos excepcionales y el gobierno respondía con un resquicio permitido por la Constitución de 1925.

Pero la práctica de los “resquicios legales” fue inaugurada por el mismo gobierno, cuando comenzó a hacer uso masivo del Decreto 520 de 1932 para requisar múltiples empresas privadas. Este Decreto tuvo su origen en la breve “República socialista” de 1932, es decir, no tenía un origen Constitucionalmente legítimo, y permitía al Presidente de la República requisar o intervenir alguna empresa que se encontrara paralizada para evitar la escasez derivada de su falta de producción. Este uso estaba pensado para circunstancias puntuales, y de hecho no hay registro que se haya hecho un uso frecuente del mismo entre 1932 y 1970. Es más, casi no hay antecedentes que se haya hecho uso de él hasta que asumió el gobierno de la Unidad Popular en 1970.

El estratega jurídico que se encargó de justificar el uso masivo de este Decreto fue el jurista Eduardo Novoa Monreal. Básicamente las fuerzas políticas de la Unidad Popular instigaban a los sindicatos de las empresas para que provocaran un conflicto obrero y paralizaran la industria, y así el gobierno tenía el pretexto que necesitaba para requisar las empresas en cuestión. Otras veces simplemente los sindicatos se declaraban en huelga o se tomaban las empresas por su propia cuenta sin instigación alguna, y esto nuevamente era aprovechado por el gobierno para requisar las empresas. Y otras veces simplemente se buscaba alguna falta de acuerdo al reglamento del Decreto para que la empresa fuera intervenida y/o requisada. ¿Qué clase de práctica jurídica era esta? ¿De qué forma podía responder jurídicamente la oposición de aquel entonces si no era con recursos similares, como acusar sucesivamente a los ministros del gobierno para destituirlos? Tal como en la física toda fuerza de acción provoca una fuerza de reacción, en un sistema político también toda acción política tiene como respuesta una reacción política. Es simplemente iluso pretender que cuando se recurre a tácticas o estrategias de mala fe, los adversarios no terminen tarde o temprano haciendo lo mismo, sobre todo bajo un cuadro de creciente tensión y polarización como al que arrastró al país el gobierno de la Unidad Popular.

Fermandois relata con gran claridad cómo fue que las intenciones y las acciones del gobierno y de sus líderes fueron alienando y enrabiando a vastos sectores de la población, principalmente a las clases altas, medias altas y medias de aquel entonces. Estos sectores simplemente terminaron saliendo a luchar a la calle, lo cual sucedió por primera vez con la “marcha de las cacerolas vacías” durante la visita de Fidel Castro a fines de 1971. Desde ahí hasta el 11 de septiembre de 1973 la “batalla por la calle” no terminaría más. Once meses más tarde tendría lugar un episodio clave y que probablemente fue el punto de inflexión que selló el destino de Allende y su gobierno: el paro de los transportistas y de los gremios de octubre de 1972. Los transportistas y los gremios simplemente sentían que se jugaban el todo por el todo, y recurrieron a un recurso de fuerza. Para salir de la crisis, Allende nombró un gabinete compuesto por tres ministros que eran oficiales de las Fuerzas Armadas, siendo el plato fuerte el nombramiento del general Carlos Prats como Ministro del Interior. Con esto simplemente se rompió la tradición de que las Fuerzas Armadas no intervenían directamente en la política contingente. Además, los dirigentes de la UP sabían que el general Prats simpatizaba con los objetivos de la UP y también simpatizaba con Salvador Allende.

Y después de estos episodios clave, el libro relata cómo los hechos comenzaron a desencadenarse hasta llegar al golpe de Estado como una perfecta pendiente resbaladiza. Primero con las elecciones parlamentarias de marzo de 1973, en que resultó ganadora la oposición y en cuya campaña resultaron muertos casi una decena de adherentes de ambos bandos en disputa más una decena de heridos, con una retórica fuertemente polarizada y en que ya ambos bandos habían pasado de ser adversarios a ser enemigos. Luego se sucedieron las protestas por el intento del gobierno de imponer la “Escuela Nacional unificada” (ENU), que fue resistida por las federaciones de estudiantes secundarios y universitarios y, lo que fue más inesperado, por oficiales de las Fuerzas Armadas, representados por la voz del contraalmirante Ismael Huerta Díaz. Siguió la huelga de los mineros de El Teniente, apoyada por la oposición. Entre tanto, continuó la disputa por la Reforma de las Tres Areas, que quedó sin resolver hasta el mismo 11 de septiembre de 1973.

Y finalmente, el evento que como el mismo Fermandois dice, fue una divisoria de aguas en las Fuerzas Armadas: el “tancazo” del 29 de junio de 1973, en que una unidad del Regimiento Blindados N°2 del Ejército se sublevó y avanzó con sus tanques hacia el Palacio de La Moneda. Esta sublevación fue finalmente sofocada por el mismo general Prats, pero las fuerzas que le dieron origen en las Fuerzas Armadas no fueron acalladas. A esas alturas ya varios oficiales de las tres ramas (Ejército, Armada, Fuerza Aérea) habían llegado al convencimiento de que había que “hacer algo”. Aquí estuvo el origen de la deliberación abierta dentro de las Fuerzas Armadas y que culminaría con el golpe de Estado el 11 de septiembre de 1973. En el camino, el general Carlos Prats perdió todo apoyo dentro del Ejército y se vio forzado a renunciar, con lo que Allende y la UP perdieron a su único aliado militar importante. Paralelamente, a fines de julio de 1973, se desencadenó el paro final de los transportistas y prácticamente todos los gremios en que se agrupaban las empresas privadas que no habían sido requisadas. A esas alturas la suerte ya estaba echada.

Llegados a este punto, cabe preguntarse, ¿se podría haber evitado llegar a esto? ¿Había alguna alternativa? De la lectura de las páginas del libro, se desprende que no había mucho margen para un acuerdo que posibilitara una salida a la crisis. Los únicos acercamientos entre las partes en disputa fueron las negociaciones entre Salvador Allende y el Presidente de la Democracia Cristiana, Patricio Aylwin, a fines de julio de 1973 y durante algunas semanas de agosto. La derecha simplemente no fue considerada como un interlocutor por Allende y la UP. Estas negociaciones fracasaron simplemente porque eran demasiados los puntos en disputa y no había una voluntad real de ninguna de las dos partes por transar para acercarse con la otra. El foso de desconfianza ya era demasiado grande a esas alturas, y como Fermandois señala “el desarrollo de la vida pública durante la Unidad Popular acentuó hasta lo inverosímil el combate político feroz, sin pausa, a veces adornado por las frases y alusiones humanistas de Allende, en lo personal por su humor y encanto, pero que no eran más que pequeños botones que se marchitaban rápido en el vértigo de odio de esos años”. Ni la UP estaba dispuesta a renunciar a una parte sustantiva de su programa ni mucho menos a su objetivo final, ni la DC estaba dispuesta a permitir que la UP siguiera llevando a cabo su programa tal como la coalición de gobierno pretendía. Cualquier negociación era vista por la Unidad Popular como una medida táctica para continuar adelante con su programa y con sus objetivos, sin contar con que sectores extremos como el MIR y parte del Partido Socialista representado por Carlos Altamirano simplemente rechazaban de plano cualquier negociación.

Citando un discurso de Luis Corvalán, secretario general del Partido Comunista, en julio de 1973, el autor señala que “el fin táctico de lo que exponía Corvalán es muy claro: solo se aceptaba un acuerdo que tenía que crear una mayoría estratégica para la Unidad Popular, dejando aislada a la derecha, pero a la vez privando a la Democracia Cristiana de su carta de presentación, que podía ser mayoría electoral junto al Partido Nacional”. Por otra parte, “la Democracia Cristiana sabía que, tras un acuerdo según las condiciones de la Unidad Popular quedarían a merced de esta en la consiguiente transformación del país”. Así las cosas, ¿qué otra salida había? Queda la impresión de que no había realmente ninguna en esas circunstancias. El único plebiscito al que Allende podía convocar en ejercicio de sus facultades era para dirimir el conflicto constitucional por la Reforma de las tres áreas, el cual, en caso de perder, tampoco lo obligaría a dimitir, sino que solo zanjaba un conflicto puntual sin que esto pudiera significar una salida comprehensiva a la crisis general. Cualquier otro plebiscito al que Allende quisiera convocar iba más allá de sus facultades, y un plebiscito cesarista para decidir sobre el destino de su gobierno inmediatamente habría puesto a Allende fuera de la Constitución y las leyes, más de lo que ya se le acusaba, es decir, era echarle más leña al fuego. Proceder de acuerdo a la Constitución para estos fines habría implicado una gran reforma constitucional precedida de un gran acuerdo político para el cual simplemente no había piso.

Simplemente el resultado del conflicto lo decidiría quien tuviera más fuerza para resistir y para imponerse al adversario, y esa partida la perdió Allende y la UP porque las Fuerzas Armadas fueron arrastradas al conflicto e inclinaron la balanza a favor de la oposición. Estas, por su historia y tradición, no iban a ponerse del lado de una revolución marxista, sino que era mucho más probable que estuvieran en contra, y se vieron en la obligación y deber moral, dentro de su mentalidad, de “salvar al país”, que era algo que ya varios sectores de la sociedad civil de la oposición venían pidiendo, sin contar con la misma oposición política en el Congreso, que emitió una declaración el 22 de agosto de 1973, prácticamente llamando a las Fuerzas Armadas a deliberar y asumir las funciones de gobierno. Las instituciones basadas en la jerarquía, la disciplina y el orden prefirieron esas mismas características en el resto de la sociedad.

Entonces volvemos a la misma pregunta planteada casi al comienzo: ¿qué esperaba Allende y la Unidad Popular de aquellos sectores de la sociedad que se oponían a su gobierno y a su programa, y que sin lugar a dudas verían afectados sus intereses y hasta su propia supervivencia (no necesariamente de su vida, sino que de su existencia como clase social)? Si Allende y la UP esperaban que sus adversarios políticos y sociales no opusieran resistencia, simplemente se equivocaron rotundamente. Estos se vieron acorralados y amenazados y respondieron en consecuencia, saliendo a la calle, paralizando el país, oponiéndose a la ENU, apoyando la huelga de los mineros del cobre, resistiendo la expropiación de la CMPC (“la Papelera”) en que veían un claro riesgo de supresión de la libertad de prensa, y finalmente pidiendo la renuncia del Presidente de la República. Simplemente ambos bandos en disputa, que no se reconocían ninguna legitimidad mutua, comenzaron a tirar de una misma cuerda y a apretar cada vez más un nudo que no había como desatar, hasta tal punto que ya no podía ser desatado y solo quedaba cortar la cuerda con una espada, que fue metafóricamente lo que hicieron las Fuerzas Armadas el 11 de septiembre de 1973.

Un punto muy relevante es el porqué del título de este libro. Se alude a una revolución que quedó inconclusa, y es conveniente detenerse a explicar esto. Durante la visita de Fidel Castro a Chile a fines de 1971, un estudiante, al parecer un “ultra”, le preguntó al dictador cubano si en Chile se vivía o no una revolución, Castro respondió (página 526)

“Yo les diría que en Chile está ocurriendo un proceso revolucionario (…) un proceso no es todavía una revolución, un proceso es un camino, un proceso es una fase que se inicia y si en la pureza del concepto lo debemos caracterizar de alguna forma, haya que caracterizarla como una fase revolucionaria que se inicia”

Los años de la Unidad Popular fueron un proceso revolucionario que aspiraba a terminar en una revolución propiamente tal al final del mismo, y este proceso fue abortado y quedó inconcluso porque desató fuerzas en disputa que fueron imposibles de controlar por ninguno de los actores que participaron del mismo, comenzando por quien lo encabezaba, el Presidente Salvador Allende. Citando a Ralph Waldo Emerson, “events are in the saddle, and ride mankind” (los eventos están al mando, y conducen a la humanidad). Como dijo el historiador Alfredo Jocelyn Holt en su libro “El Chile perplejo” de 1998, simplemente “hasta allá, para bien o para mal, llegamos, querámoslo o no”, refiriéndose al período de la Unidad Popular y su posterior desenlace del 11 de septiembre de 1973. El acto final del drama de ese día, el suicidio de Salvador Allende, amerita una interpretación y una lectura que entienda las razones que habían detrás de la determinación del Presidente de terminar con su vida. Etiquetar el suicidio de Allende como un acto de “cobardía” es simplemente no entender el enorme simbolismo histórico y político que tenía ese gesto. Allende sentía que tenía un rol histórico que cumplir, y lo cumplió a cabalidad, se jugó el todo por el todo con su impresionante discurso por radio la mañana de ese día, y con su acto final se aseguró de tener su lugar en la historia. Lo que estaba en juego era mucho más que su propio gobierno, renunciar o entregarse implicaba darle la espalda a toda una historia en que se enraizaba la Unidad Popular. Como dice Fermandois, “Allende, no sin algún grado de sacrificio, jugó la carta de la legitimación histórica en vista del derrumbe del proceso”. Resulta casi ridículo pensar que Allende fue “cobarde” por quitarse la vida en vez de seguir resistiendo en condiciones en que ya no podía resistir más y ya había quemado todas sus naves. La verdadera cobardía habría sido tratar de huir del país subrepticiamente, no ir y resistir en el Palacio de La Moneda con todo el simbolismo que tiene el cargo de Presidente de la República y el lugar que le corresponde en La Moneda. Al quitarse la vida Allende se aseguró de marcar en hito en la historia de Chile y de que después de su muerte y sobre su cadáver la democracia en Chile, tal como la izquierda de aquel entonces la entendía, ya no volvería a ser lo mismo que fue hasta el 11 de septiembre de 1973.

Observaciones sobre el sistema educativo de Finlandia

Desde el comienzo de las movilizaciones sociales en Chile el año 2011 que planteaban supuestamente demandas para una mejora en la educación, a veces se ha hecho referencia al sistema de educación de Finlandia, reconocido internacionalmente como el mejor del mundo de acuerdo a su puntuación en rankings y test internacionales estandarizados.
Se hace difícil conocer en detalle el sistema educativo finlandés para quienes no viven en ese país y solo tienen referencias a través de artículos de prensa o algún paper o investigación sobre el mismo. En el caso de lo que se sabe en Chile, los grupos de interés que alaban la educación finlandesa con frecuencia hacen mucho hincapié en que esta es gratuita para los alumnos (o sea pagada por los contribuyentes finlandeses) y que además es pública casi en su totalidad. Es decir, las escuelas o colegios son administrados o gestionados por el Estado y además no tienen costo para los alumnos y sus familias ya que estos costos son financiados mediante los impuestos que recauda el Estado finlandés.
El problema con las referencias que se hacen en Chile a la educación finlandesa, a mi modo de ver, es que se centran demasiado en el hecho de que es financiada mediante impuestos y que las escuelas y colegios dependen del Estado, pero no se ahonda en las relaciones causales que determinan que dicha educación sea reconocida con cierto consenso internacional como educación de calidad. A veces pareciera que se trata de establecer una correlación entre el carácter público y gratuito (para los alumnos) de la educación finlandesa y la reconocida calidad de la misma, pero una vez más, conviene recordar que correlación NO ES LO MISMO que causalidad. Por lo mismo, para conocer una visión un poco más imparcial, al menos para lo que sería de interés conocer en Chile sobre la educación finlandesa, resulta más conveniente conocer una visión y un análisis distinto de un observador distinto que los grupos de interés que frecuentemente citan en Chile la educación finlandesa como un ejemplo a seguir.
El documental “THE FINLAND PHENOMENON: Inside the world’s most surprising school system” se encuentra en youtube subtitulado, y relata las observaciones del Dr. Tony Wagner en su viaje a Finlandia para conocer en terreno la educación finlandesa. Wagner es miembro del programa de innovación educativa en el centro de tecnología del emprendimiento en la  Universidad de Harvard, y fue invitado por el Comité Nacional de educación de Finlandia a visitar dicho país a fin de conocer su sistema educativo y comprender el porqué de su reconocido éxito. Todas las impresiones que recoge Wagner durante el documental tienen como fuente los mismos funcionarios, profesores y alumnos finlandeses. Es decir, es información e impresiones de primera fuente, de las cuales se puede presuponer buena fe y otorgarles el beneficio de la duda.
En las siguientes lineas se intenta resumir los aspectos que parecen más destacados acerca de la educación finlandesa. Para comenzar, esta tiene un carácter igualitario en cuanto a que a todos los estudiantes se les ofrece el mismo sistema de educación. Aquí es donde es pertinente hacer una disquisición acerca del igualitarismo. Más que centrar la atención en el carácter igualitario de la educación finlandesa, conviene concentrarse en el tipo de educación misma que se ofrece igualitariamente. Es decir, lo importante pasa a ser aquello que se pretende igualar más que el hecho mismo de su carácter igualitario. Por ejemplo no es lo mismo un sistema educativo igualitario concebido para formar sujetos dóciles y obedientes por igual, como en el reino de Prusia, que un sistema igualitario concebido para formar sujetos autónomos capaces de pensar por sí mismos y dándoles esta posibilidad a todos por igual. Pues bien, en consonancia con este carácter igualitario de la educación finlandesa, esta no distingue entre los alumnos por su origen o contexto cultural, fenotipo ni condición socioeconómica. Todos los alumnos reciben una educación muy semejante. El propósito de esta educación al parecer es propender a la formación de un cierto tipo de ciudadano. Ahora bien, de lo anterior no hay que inferir apresuradamente que se trata de una ingeniería social como algunos podrían pensar. No. Eso no necesariamente es así.
Parece existir un cierto consenso entre los políticos, directores de escuela, profesores, etc. en la importancia del capital humano que los niños finlandeses representarán en el futuro. Desde una perspectiva libertaria esto no parece un buen indicio, ya que viene a ser un fin ex ante al que se pretende que los niños adscriban para sí mismos, y no un fin personal que los mismos niños descubren en su proceso de formación mediante su propia reflexión y maduración. Esto es el principal punto negativo que quiero destacar.
Volviendo a las características de la educación finlandesa, los niños comienzan a asistir a las escuelas a los 7 años, desarrollan sus habilidades sociales en la etapa preescolar, y aprenden el idioma normalmente en su hogar. La vestimenta en las escuelas es informal, los niños no usan uniforme, y se dirigen a los profesores por su nombre de pila. El tamaño de las escuelas es pequeño, el número de alumnos por clase es alrededor de 20, lo que favorece una relación más estrecha entre los alumnos y entre los profesores y los alumnos. Los horarios de entrada pueden ir desde las 08:00 a las 10:00 u 11:00 hrs y la duración de las jornadas totales de clases en un día es variable, y depende de cómo los alumnos lleven sus cursos o como los elijan. El tiempo de vacaciones es de 3 meses. En general los estudiantes toman menos clases y pasan menos tiempo en las escuelas al día.
Algunas clases se dictan de forma tradicional en el sentido de que hay un profesor dirigiendo la clase parado al frente de un grupo de alumnos sentados, pero sin embargo, hay un detalle que marca la diferencia. Las clases NO SON un monólogo de un profesor que habla y hace callar a un grupo de alumnos. No. Muy por el contrario, los profesores incentivan la participación abierta y activa de los alumnos por ejemplo desarrollando problemas de matemáticas ellos mismos en el pizarrón. Lo que se busca es que del 100% del tiempo que dura una clase, el profesor ocupe alrededor de un 40% de ese tiempo en hablar, y el otro 60% lo ocupen sus alumnos en participar.
Además, hay clases en que se cuenta con la asistencia de estudiantes de pedagogía que serán profesores en el futuro en esas mismas escuelas. Es decir, los futuros profesores aprenden su profesión no solo estudiando una carrera de pedagogía en una Universidad, sino que además asistiendo y observando las clases que ellos mismos tendrán que impartir cuando ejerzan su profesión. Y para ir más allá, estos mismos estudiantes de pedagogía imparten clases en las escuelas durante su etapa formativa a modo de práctica, no se remiten solo a observar las clases impartidas por profesores senior. Y por mientras también a su vez son observados por otros estudiantes de pedagogía. Todo esto último es un aspecto cuanto menos asombroso y que se aleja bastante de las prácticas que se conocen en Chile por ejemplo.
En general se hacen muy pocas evaluaciones, casi ninguna hasta el nivel secundario, y a los alumnos se les dan muy pocas tareas que deban realizar en su hogar. El ambiente dentro de las salas de clases es relajado y distendido. Se enfatiza que el aprendizaje depende de los mismos alumnos. Un aspecto clave son los profesores, quienes se han vuelto formadores del conocimiento y que interactúan en las salas de clases como si fueran un verdadero laboratorio de continua innovación. Los profesores son concebidos como los agentes que facilitan el aprendizaje de los niños mediante la creatividad. Para llegar a ser profesor se requieren altas calificaciones para ingresar a la Universidad. La carrera de pedagogía NO ES un “descarte” para estudiante universitarios fracasados que no han podido optar a una carrera mejor. Muy por el contrario, es una profesión respetada y valorada socialmente. La carrera de pedagogía es bastante exigente y con altos estándares. No queda claro si dichas exigencias de ingreso a la Universidad y de la misma carrera son directrices que emanan del Estado o de las Universidades mismas que imparten las carreras. Según se aprecia en el documental, en ese año (2011) hubo 1.600 postulaciones a las carreras de pedagogía y solo fueron aceptados el 10% de los postulantes. Los profesores en general son muy poco evaluados por los directores de las escuelas ya que estos últimos confían en que harán bien su trabajo. Por otra parte, a modo de comparación según se muestra en el documental, en Estados Unidos un profesor promedio pasa 1.100 horas al año en la sala de clases. En Finlandia en cambio el profesor promedio pasa 600 horas al año en la sala de clases.
Un aspecto clave que explica la calidad de la educación es la forma en que se interactúa en las clases entre los profesores y sus alumnos, lo que podríamos llamar el “método de enseñanza”. Las clases se enfocan enseñar a los alumnos a pensar, en enseñarles como involucrarse activamente en su aprendizaje. Los alumnos usan activamente herramientas multimedia como Internet para investigar sobre los temas que están aprendiendo. En su tiempo libre, los estudiantes en su hogar prácticamente no tienen que desarrollar tareas exigidas en las escuelas. Por otra parte, los alumnos con deficiencias o problemas de aprendizaje no son abandonados a su suerte y se atiende a sus necesidades especiales de aprendizaje en sus hogares. En el nivel secundario, los alumnos pueden optar por seguir una educación vocacional o técnica, o una educación académica. Alrededor de un 45% de los jóvenes eligen seguir una educación vocacional o técnica, para así estar preparados para entrar al mercado laboral después de terminar con su educación secundaria. Estos alumnos pueden continuar con sus estudios en la Universidad, o regresar hacia el nivel secundario y tomar los cursos de formación general en la educación académica. El sistema es muy flexible en este aspecto. En la educación técnica la tecnología se utiliza como herramienta de aprendizaje. Los alumnos aprenden haciendo.
Los estudiantes finlandeses asumen un alto grado de responsabilidad individual en las salas de clases. Como resultado, los profesores disponen de más tiempo individual para aquellos estudiantes que más lo necesitan. La educación finlandesa confía muy poco a la evaluación. Recurrir menos a la evaluación permite que los estudiantes desarrollen su propio estilo de aprendizaje. Además, la educación para la innovación y el emprendimiento se integró al curriculum hace unos 15 años. Se debe incluir en cualquier programa de enseñanza o en cualquier asignatura. Se realizan proyectos en que los mismos estudiantes han de producir un nuevo producto o servicio trabajando en equipo incluso trasnochando en sus respectivas escuelas, y en actividades como estas aprenden las habilidades de la innovación y el emprendimiento.
La Junta Nacional de educación de Finlandia establece un curriculum escolar base para la educación básica o primaria, el cual es más bien breve y deja amplios márgenes de libertad de acción a las escuelas para que ellas mismas elaboren sus propios planes educativos, o sea, su propio curriculum. De esta forma, las escuelas pueden tomar sus propias decisiones con libertad de acción. En las escuelas y colegios finlandeses NO HAY inspectores que se dediquen a inspeccionar las escuelas o a sus profesores. Y aquí es donde se llega a un aspecto clave: la confianza. El sistema educativo finlandés descansa y se sustenta en la confianza entrecruzada que existe entre los directores de las escuelas y sus profesores, y entre los profesores y sus alumnos. Es por esto que los directores de las escuelas apenas evalúan a los profesores, ya que confían en que están haciendo bien su trabajo porque saben que son profesionales con una excelente formación. Y esa es la misma razón por la cual los profesores no vigilan a sus alumnos, ya que confían en su responsabilidad. La idea que subyace a todo esto es que cuando se confía en las personas, entonces ellas querrán ser dignas de esa confianza, y por ende se desempeñaran mejor ya que se confía en ellas y no se les controla y ni se les dice lo que tienen que hacer. Saben lo que tienen que hacer y lo hacen bien. Esto es un rasgo simplemente digno de admiración de la educación finlandesa. Cabe destacar que Finlandia figura entre los cinco países menos corruptos del mundo. El Ministerio de educación confía en las escuelas y los padres confían en el sistema escolar. Esta enorme confianza que permea todo el sistema escolar permite que sus agentes actúen con libertad y se concentren en las formas individuales de aprender a aprender. O sea, aprender cómo se aprende.
En este sistema educativo se enfatiza la importancia de entender las razones que subyacen a las cosas, concentrarse, soñar, hablar, comprender, razonar; encontrar las respuestas por uno mismo. Las habilidades reflexivas tienen una alta importancia en este esquema. Como lecciones finales, Tony Wagner destaca el énfasis que ponen las escuelas en el aprendizaje por sobre cualquier otra actividad extracurricular. El proceso de aprendizaje se ve como algo continuo y cuyo centro es la sala de clases. Otra lección es la importancia que tiene la profesión docente con altísimos estándares que atraen a los mejores estudiantes a estudiar pedagogía, en la cual deben realizar su magister o master degree. Otra lección importante para Wagner es que menos es más. Pocas directrices de curriculum emanadas del Estado, de forma que las escuelas puedan elaborar sus propios planes; menos cantidad de clases por día con una duración mayor, de forma que los estudiantes hacen sus propios proyectos para los cuales gozan de más posibilidades de elegir. Asimismo la importancia que se le otorga a la educación técnica para preparar a los estudiantes para que consigan un empleo al terminar la educación secundaria es un aspecto clave. Y finalmente lo más importante: la confianza entrecruzada que permea a todos los actores del sistema educativo finlandés.
Un aspecto que se menciona pero del que no se hace mucho hincapié es que la educación finlandesa efectivamente es gratuita para los alumnos, es decir, se financia mediante los impuestos pagados por los contribuyentes finlandeses. Los niños no pagan por asistir a las escuelas y disponen de alimentación gratis y de los implementos para estudiar también gratis. Esto solo se menciona brevemente en un segmento del documental. Pero lo más interesante es que ni siquiera se sugiere que exista una relación causal entre la gratuidad para los alumnos y los altos estándares de calidad de las escuelas y de la educación finlandesa en general. Tampoco se hace ningún hincapié en que las escuelas sean gestionadas por los municipios y por ende sean de carácter público, ni mucho menos se sugiere siquiera remotamente una relación causal entre el carácter público de las escuelas y la calidad de la educación que se imparte en ellas. En lo absoluto. Si bien se puede pensar que hay alguna correlación entre la calidad y el carácter gratuito de la educación, cuesta mucho pensar que exista una relación de causalidad efectiva. Yo me atrevería a aventurar que NO EXISTE una relación causal entre la gratuidad y la calidad, y mucho menos una relación causal entre el carácter público y la calidad. La causa de la calidad está mucho más determinada por factores socioculturales como la confianza, el sentido de responsabilidad individual, y la alta exigencia de la profesión docente y los métodos con los que se aborda la enseñanza en las escuelas. El COMO se aprende pasa a ser más importante que aquello QUE se aprende.
Después de analizar este interesante documental, surgen varias interrogantes cuando se hace o se intenta hacer un paralelo con la educación chilena. Para comenzar, son dos sistemas absolutamente distintos, y lo que es más, Chile y Finlandia son dos países profundamente distintos a nivel cultural y en cuanto a su historia. Sin embargo, esto no impide que se pueda intentar recoger algunos aspectos clave del sistema finlandés a modo de ejemplo si realmente se quiere mejorar la educación en Chile. Desde el año 2011 el paupérrimo y hasta penoso pseudo “debate sobre la educación” en Chile ha discurrido por ejes que se centran en la gratuidad y el carácter de supuesto “derecho social” de la educación, y en cuestiones como el copago y el financiamiento compartido y los efectos de su posible eliminación. Y por último, esa especie de fetiche en que se ha transformado el satanizado lucro. Pero creo no equivocarme cuando observo que prácticamente JAMAS se ha debatido acerca de cuáles son los propósitos para los que supuestamente se pretende que los niños se eduquen, ni tampoco se ha debatido acerca de los mejores métodos de enseñanza posibles. Nadie habla acerca de los contenidos mínimos obligatorios exigidos por el Ministerio de Educación, y lo que es peor, nadie habla acerca de ni parece cuestionar que la mal llamada “educación” chilena no está concebida para enseñar a pensar a los niños, sino que está concebida para enseñar a los niños a obedecer y a ser dóciles y no cuestionar, tal como fue concebida en sus inicios la educación pública, obligatoria y gratuita en el Reino de Prusia, y luego se siguió expandiendo bajo esa misma premisa y objetivo a otros países y continentes hasta nuestros días, pasando por la época de la revolución industrial, en que las escuelas eran concebidas como verdaderas “fábricas” de sujetos cuyo objetivo predeterminado debía ser constituir mano de obra útil para la producción industrial. Todo este cuestionamiento puede verse con más detalle en el interesantísimo documental “La educación prohibida”.
Llegados a este punto entonces, conviene dejar planteadas algunas interrogantes para las cuales no parece haber una respuesta definitiva, sino que es materia de discusión abierta. Estas preguntas son: ¿Cuáles son los fines y propósitos para los cuales se desea que los niños en Chile se eduquen? ¿En qué y en quienes debiera centrarse y poner su foco la educación? ¿Es la gratuidad realmente un asunto de tanta importancia y de fondo, o es meramente un asunto técnico de financiamiento? ¿Es el lucro o su prohibición un asunto de tanta importancia y de fondo, o es meramente un derivado de segundo orden subordinado a otros intereses más importantes? ¿Debe realmente el Estado seguir teniendo tanta injerencia en los planes educativos de las escuelas, o sería mejor que fuera eliminando las exigencias de contenidos mínimos y así dejar mayor libertad de acción a las mismas para elaborar sus propios planes educativos? ¿Cuáles son los métodos de enseñanza y aprendizaje en los que se debiera pensar para una mejora significativa de la educación en Chile? ¿En quien recae en mayor grado la responsabilidad de una buena educación? ¿Es tan solo una responsabilidad de los profesores y de los escuelas o colegios, o es un trabajo conjunto entre los profesores, los alumnos y sus familias? ¿De qué sirve aumentar año a año el presupuesto fiscal para gasto en educación si los resultados observados prácticamente son los mismos? ¿Es esta realmente una forma eficiente de usar los recursos que aportamos al Estado como contribuyentes? Y finalmente, la que a mi juicio es la pregunta más importante ¿se puede pretender una mejora sustancial y significativa en la educación chilena sin que exista una confianza que permee entre los actores de la misma? ¿Sin que el Ministerio de educación deba estar continuamente fiscalizando a escuelas y colegios para que cumplan con la ley en cuanto a temas como la selección y el buen uso de las subvenciones, solo por nombrar algunos temas? ¿Sin que en las escuelas se esté continuamente inspeccionando a los profesores? ¿Sin que los profesores vigilen a sus alumnos para que hagan las actividades que ellos mismos les ordenan? Conviene recordar lo que una vez dijo Albert Einstein: si buscas resultados distintos, no hagas siempre lo mismo.
Todas estas son preguntas que debiesen ser abordadas ya que plantean asuntos de vital importancia. Sin que exista un debate serio y de fondo respecto a temas como los anteriores, no creo que puedan esperarse mejoras significativas en la educación chilena, independiente del lucro, la segregación, el copago, o el financiamiento compartido. Todos esos temas pasan a segundo plano cuando se plantean preguntas para las que no existen respuestas tan obvias y sobre las que no parece haber un consenso mayoritario.
El sistema de educación finlandés tiene características muy particulares determinadas por factores socioculturales propios de ese país, por lo que es impensable pretender replicarlo. Sin embargo, esto no impide que se puedan extraer conclusiones acerca de su éxito que sirvan como guía u orientación para tratar de mejorar al menos un poco la educación chilena o avanzar en esa dirección paulatinamente. Las demandas de la CONFECH y de los grupos de interés como el Colegio de Profesores que vienen movilizándose desde el 2011, ni remotamente se acercan a tocar los puntos que realmente determinan la calidad de un sistema de educación como el finlandés. Apenas han enfatizado el carácter gratuito y público de dicho sistema educativo, como si de ahí pudiera inferirse antojadizamente una correlación entre gratuidad y calidad. Como ya dije anteriormente, simplemente creo que NO EXISTE una relación causal entre la gratuidad para los alumnos y el carácter público de las escuelas, con la calidad de la educación.
No cualquier ciudadano es experto en políticas educativas, pero eso de ninguna manera significa que un ciudadano cualquiera no pueda interesarse sobre dichas políticas y aprender e indagar por sí mismo, sin poner demasiada atención a lo que dicen los autodenominados “expertos en educación” chilenos, y por el contrario planteando y reflexionando acerca de preguntas como las que se sugieren tres párrafos atrás, y que pueden ser muchas más, ya que se puede seguir debatiendo más y más cuando se ahonda en estos temas porque no hay verdad dada de antemano. Y, a la primera pregunta planteada de cual es el propósito de la educación, una buena respuesta posible se obtiene parafraseando al gran filósofo alemán de la ilustración, Immanuel Kant: SAPERE AUDE. ¡Ten el valor de hacer uso de tu propia razón!