jueves, 9 de julio de 2015

El fin de la transición



El título de esta entrada puede parecer extemporáneo, fuera de lugar. Después de todo, a 25 años del retorno a la democracia el término “transición” ha ido paulatinamente desapareciendo del lenguaje cotidiano de los actores políticos y de los analistas o columnistas que escriben habitualmente en los medios de comunicación. En pleno año 2015 casi se ha olvidado cómo han cambiado las condiciones políticas desde aquel histórico domingo 11 de marzo de 1990 cuando el general Augusto Pinochet le entregó la banda Presidencial al flamante Presidente Patricio Aylwin, el primer Presidente democráticamente electo después del quiebre de la democracia en 1973. Para algunos actores y analistas políticos, aquel domingo comenzaba esa etapa llamada “transición a la democracia”. Transición se entiende desde la dictadura y el autoritarismo a la democracia. Una característica muy particular, a mi modo de ver, de esta etapa era que no estaba del todo claro qué era exactamente lo que venía después de finalizada la transición. En efecto, según la Real Academia transición significa "Acción y efecto de pasar de un modo de ser o estar a otro distinto". Pues bien, ¿qué era lo distinto de la democracia respecto a la dictadura aparte de la forma distinta de ejercer el poder político? Trazando una suerte de línea del tiempo, podría pensarse que antes de comenzar la transición correspondía la dictadura, luego durante la transición correspondía lo que se podría denominar “democracia tutelada” con todos los enclaves autoritarios dejados por el régimen de Pinochet en 1990, y luego después de finalizar la transición correspondía lo que se podría denominar “democracia no tutelada” sin los enclaves autoritarios dejados por el régimen de Pinochet.

Miradas así las cosas uno estaría tentado a pensar que con la reforma constitucional del año 2005 finalizó la transición, ya que en aquella reforma se eliminaron los principales enclaves autoritarios dejados por Pinochet, a saber: el Consejo de Seguridad Nacional auto convocante por sobre el Presidente de la República, el rol (ni más ni menos) que de “garantes de la institucionalidad” exclusivo de las Fuerzas Armadas y de Orden, los senadores designados y vitalicios, la inamovilidad de los comandantes en jefe de las Fuerzas Armadas y de Orden, etc. Todos estos enclaves autoritarios configuraban una suerte de “cogobierno” (de facto y de iure) entre las autoridades civiles y las Fuerzas Armadas, o si se prefiere una suerte de “gobierno cívico militar”, una democracia tutelada por el poder militar, por el poder de las armas. Con la reforma constitucional del año 2005 desapareció, de iure, el cogobierno entre las autoridades civiles y las Fuerzas Armadas, o gobierno cívico militar. Ahora bien, ¿desapareció también de facto, en los hechos? En realidad, en los hechos, el cogobierno o gobierno cívico militar venía desapareciendo paulatinamente desde comienzos de la década del 2000, debido a hechos acerca de los cuales no viene al caso explayarse aquí. Pero lo relevante es que en los hechos, de facto, el cogobierno o gobierno cívico militar ya no ocurría a pesar que de iure estaba institucionalizado. Dicho de otra manera, la reforma constitucional del año 2005 consagró de iure lo que ya existía de facto, es decir, el poder político ejercido por las autoridades civiles sin el tutelaje de las Fuerzas Armadas y de Orden.

Es por esto que uno puede verse tentado a pensar que dichas reformas marcaron el fin de la transición. Pero hay algo que esa tentación no considera en su apreciación sobre el supuesto fin de la transición. Lo que no considera es que A PESAR del fin de los enclaves autoritarios, a pesar del fin del cogobierno entre los civiles y los militares o gobierno cívico militar, se mantuvieron prácticamente incólumes tanto la supremacía de la Constitución de 1980 como la supremacía del “modelo económico” dejado por el régimen militar. Esta doble supremacía se manifestaba en que tanto la Constitución (sin perjuicio de sus reformas) y el “modelo económico” estaban fuera de la discusión y no eran impugnados políticamente, no eran puestos en tela de juicio por casi ninguna fuerza política relevante. Todo aquel que osara impugnar o poner en tela de juicio ya sea la Constitución de 1980 o el “modelo económico” era visto como una suerte de excéntrico o un outsider cuya voz era sencillamente ignorada. Esta fue más o menos la situación entre los años 2006 y 2010 durante el primer gobierno de la Presidenta Michelle Bachelet. Además, en paralelo, se mantenía la supremacía del sistema electoral binominal y del rígido esquema de coaliciones de izquierda (Concertación) y derecha (Alianza por Chile) correlativo a dicho sistema electoral y vigente desde el plebiscito de 1988. La supremacía del sistema electoral se manifestaba a nivel de la discusión pública, en el sentido de que primaba la idea de que cambiar el sistema electoral significaba en los hechos una especie de caos o apocalipsis político, poco menos que un regreso a la inestabilidad política de fines de los 60 y comienzos de los 70. Y esa supremacía por supuesto era reforzada por la fuerza política de la derecha en el Congreso, que contaba con los votos suficientes para bloquear cualquier intento de cambio al sistema electoral. La supremacía del rígido esquema de coaliciones era una consecuencia obvia y necesaria de la supremacía del sistema electoral. Todas estas supremacías pueden resumirse como una supremacía de la institucionalidad política y económica heredada del gobierno militar (Constitución de 1980, modelo económico, sistema electoral y dos coaliciones rígidas).

De forma correlativa a la supremacía de esa institucionalidad, en términos políticos se dio un fenómeno al cual el sociólogo Tomás Moulian llamó “la trascendentalización de los fines” en su interesante libro Chile actual. Anatomía de un mito (1997). En palabras de Moulian “Trascendentalización y deliberación son dos formas antagónicas, una funciona opuesta a la otra. La primera convierte a la política en religión, mientras que la segunda implica una discusión secularizada sobre fines preferenciales pero no sagrados”. Y luego “Trascendentalización de los fines. Ese es uno de los puntos centrales y nudos de la crisis política del Chile Actual. Ello significa la hegemonía de un ideologismo conservador y anti político, que se hace coro de la imagen de corrupción, porque su ideal utópico, su idea límite es un mundo sin política, o un mundo donde lo político se convierte, al estilo saint-simoniano, en la «ciencia de la producción»”

Dicho de otra manera, la finalidad de perseguir el crecimiento económico se encontraba fuera de discusión y solo se discutía acerca de los mejores medios para lograr esa finalidad o acerca de cómo complementar esa finalidad con “políticas sociales” para los quintiles más pobres, lo que Fernando Atria ha llamado “el rostro humano del neoliberalismo”. Junto con esa trascendentalización de los fines, se observaba, a la hora de tomar decisiones, una subordinación de los criterios políticos a los criterios técnicos y económicos de los tecnócratas y de los economistas. Así entonces eran los tecnócratas y los economistas los que finalmente decidían y los actores políticos simplemente ponían en marcha la decisión de forma poco menos que administrativa. Esa era más o menos la situación o el satus quo hasta el año 2010. Pero durante el gobierno del Presidente Sebastián Piñera, específicamente durante el año 2011 con las movilizaciones estudiantiles, este status quo comenzó a ser impugnado frontalmente. Los motivos sobraron: el rechazo a las centrales eléctricas Hydroaysen, la demanda por universidad gratuita, la demanda por la nacionalización del cobre, la demanda por una nueva Constitución, el reclamo por la desigualdad de ingresos, etc.

La marcada ineptitud y torpeza política del gobierno de Sebastián Piñera para responder a estas demandas y a los grupos de interés detrás de ellas, dieron como resultado que en la elección Presidencial del año 2013 el status quo por momentos parecía tambalearse desde sus cimientos. La antigua y exitosa coalición de centroizquierda conocida como Concertación de partidos por la democracia cambió de nombre a Nueva mayoría, con la novedad de que integró al Partido Comunista, que desde 1989 siempre había estado al margen de las coaliciones de gobierno de izquierda, pero además, y esto fue lo más importante, con la novedad de que su discurso era marcadamente crítico e incluso avergonzado de la obra de la antigua y exitosa Concertación, abogando por un programa de gobierno marcadamente izquierdista y casi refundacional, o al menos mucho más socialdemócrata que los programas de gobierno anteriores de la ex Concertación. Pero en donde más marcadamente se observó una inversión del status quo fue en la subordinación de los criterios técnicos y económicos a los criterios políticos. Ahora eran los actores políticos los llamados a decidir y los tecnócratas y economistas quedaban relegados apenas a poner en marcha la decisión de forma poco menos que administrativa o cuando más haciendo algunos ajustes técnicos menores sin alterar el contenido de la decisión. Esto marcó el término de la trascendentalización de los fines explicada por Tomás Moulian. Por primera vez desde el retorno a la democracia la finalidad de perseguir el crecimiento económico en sí misma estaba en discusión, y ya no se discutía sobre los medios de alcanzar un fin pre fijado al cual se subordinaba cualquier demanda o aspiración política. Ahora era la finalidad de (supuestamente) disminuir la desigualdad de ingresos la que parecía desplazar a la finalidad de perseguir el crecimiento económico.

Pero la inversión del status quo no se limitó a los aspectos recién mencionados, sino que alcanzó también a la supremacía de la institucionalidad política y económica heredada del gobierno militar. O para ser más preciso, la inversión del status quo se manifestó en la impugnación de la supremacía de la institucionalidad política y económica del gobierno militar. Esta impugnación fue múltiple y en todos los frentes: impugnación de la Constitución de 1980 y sus mecanismos contramayoritarios (las llamadas “trampas” denunciadas una y otra vez por Fernando Atria); impugnación del modelo económico o al menos de algunas de sus características como la provisión privada de bienes públicos o las relaciones laborales; y la impugnación del sistema electoral binominal. El esquema rígido de dos coaliciones también fue de alguna forma impugnado por la aparición de múltiples movimientos políticos en ciernes que aspiraban a hacerse un lugar en el mapa de fuerzas políticas sin pertenecer a ninguna de las dos rígidas coaliciones.

Finalmente el sistema electoral binominal no resistió más la presión política por cambiarlo y fue suprimido y cambiado por un sistema electoral efectivamente proporcional a comienzos del año 2015. Este cambio completa la impugnación del esquema rígido de dos coaliciones ya que bajo nuevas reglas de competencia electoral los movimientos políticos en ciernes tienen muchas más posibilidades de competir por la representación popular que las que tenían bajo las reglas anteriores. La impugnación del modelo económico no ha llevado todavía a un cambio radical del mismo, pero si ha llevado al cambio del sistema escolar desde el paradigma del mercado al paradigma de los “derechos sociales”. Está todavía en discusión hasta donde va a llegar la pretensión de transformar a la educación superior en gratuita al momento de pago para el 100% de sus alumnos, principalmente debido a restricciones presupuestarias. También está en discusión hasta donde va a llegar la pretensión de fortalecer a los sindicatos para que extorsionen a sus empleadores mediante huelgas sin reemplazo a fin de (supuestamente) obtener mejoras salariales a costa de las utilidades de las empresas en que trabajan. Otros aspectos específicos del modelo económico tales como la existencia de las Isapres y las AFP no han sido impugnados con la misma fuerza que el sistema escolar y universitario por lo que no se sabe si es que serán cambiados radicalmente. La impugnación de la Constitución de 1980 y de sus mecanismos contramayoritarios es prácticamente una batalla ganada por la izquierda en el sentido de que ya no se discute si es que acaso la Constitución de 1980 y sus mecanismos contramayoritarios seguirán imperando, sino que se discute de qué forma serán cambiados y qué tan profundo será el cambio.

Todo este cuadro político configura y marca, a mi juicio, el fin de la transición. La transición a mi juicio no estuvo caracterizada solo por el cogobierno o gobierno cívico militar entre las autoridades civiles y las autoridades miliares, sino que además estuvo marcada por (1) la trascendentalización de los fines del crecimiento económico y (2) la supremacía de la institucionalidad política y económica heredada del gobierno militar. El término de la transcendentalización de los fines y la abierta impugnación de la supremacía de la institucionalidad heredada del gobierno militar marcan, a mi juicio, el fin la transición. Y la marcan porque aquello que antes estaba fuera de discusión ahora se discute abiertamente; porque aquello que antes era impensado en política ahora es un lugar común; porque aquellos que antes eran vistos como excéntricos u outsiders ahora participan de la discusión política como actores con aspiraciones legítimas; porque aquello que antes era obvio y casi autoevidente ahora dejó de serlo; pero también y tanto o más importante, porque la derecha antes era una fuerza política con capacidad de obstruir cualquier cambio significativo ya que contaba con votos suficientes en el Congreso, y ahora como fuerza política prácticamente no existe y ha devenido irrelevante, sin votos suficientes para obstruir cambios importantes y sin capacidad de articular ninguna oposición política importante, confundida y arrinconada a la defensiva.

Algunos pueden pensar que el cambio de gabinete realizado por la Presidenta Michelle Bachelet en mayo de 2015 marca un “regreso a la transición” o un regreso al status quo propio de la transición, pero esta “marcha atrás” no niega la impugnación de la supremacía de la institucionalidad ni tampoco niega el término de la trascendentalización de los fines. No. Esta suerte de repliegue en el mejor de los casos es una movida estratégica con fines comunicacionales, un cambio de formas pero en ningún caso un cambio de fondo. Basta con escuchar y analizar el tono y las palabras del nuevo ministro de hacienda, Rodrigo Valdés, para darse cuenta de que no hay ninguna intención de negar la impugnación o el término de la trascendentalización. Tan solo hay una intención de proceder con mejores modales y mejores formas, pero manteniendo obstinadamente la pretensión de avanzar con la impugnación y ratificar el término de la trascendentalización. La supuesta invitación al “diálogo” con los sectores contrarios a los objetivos del gobierno es una especie de cascarón vacío en el sentido de que el diálogo solo parece instrumental a conseguir los objetivos, pero no parece haber una intención de reconsiderar los objetivos como resultado del diálogo. Es como si un agente X ya tuviera tomada una decisión y luego invitara a “dialogar” al agente Y pero no para discutir acerca del contenido de la decisión misma, sino que para obtener la ratificación del agente Y de la decisión que ya fue tomada. Y en caso de no obtenerla, la decisión se mantiene incólume de todas formas, sin importar lo que piense o manifieste el agente Y.

¿Y qué viene ahora después del fin de la transición? Sigue siendo una gran incógnita. Estaban en lo cierto quienes no tenían claro en los años 90 qué era lo que venía después de finalizada la transición, solo que tal vez no previeron que aquello que marcaría el fin de la transición era mucho más que el fin de los enclaves autoritarios dejados por Pinochet en 1990. Es una gran incógnita lo que sucederá en las próximas elecciones parlamentarias el año 2017 con el nuevo sistema electoral. Es una gran incógnita si seguirán apareciendo nuevas fuerzas políticas fuera de las dos rígidas coaliciones de izquierda y derecha y qué tanta fuerza política tendrán en los próximos años. Es una gran incógnita el resultado del “proceso constituyente”. Y es una gran incógnita hasta dónde llegará la subordinación de los criterios técnicos y económicos a los criterios políticos, hasta donde llegará el déficit presupuestario fiscal, hasta donde llegará la emisión de deuda pública en el exterior (si es necesario) para financiar promesas políticas y electorales que pueden terminar siendo imposibles de cumplir sin emitir deuda. Si lo que marcó a la transición fue la relativa predictibilidad y relativa certeza de las decisiones y los procesos políticos, lo que marca a la etapa que viene después de la transición es la impredictibilidad y la incerteza de las decisiones y de los procesos políticos.