Miradas así
las cosas uno estaría tentado a pensar que con la reforma constitucional del
año 2005 finalizó la transición, ya que en aquella reforma se eliminaron los
principales enclaves autoritarios dejados por Pinochet, a saber: el Consejo de
Seguridad Nacional auto convocante por sobre el Presidente de la República, el
rol (ni más ni menos) que de “garantes de la institucionalidad” exclusivo de
las Fuerzas Armadas y de Orden, los senadores designados y vitalicios, la
inamovilidad de los comandantes en jefe de las Fuerzas Armadas y de Orden, etc.
Todos estos enclaves autoritarios configuraban una suerte de “cogobierno” (de
facto y de iure) entre las autoridades civiles y las Fuerzas Armadas, o si se
prefiere una suerte de “gobierno cívico militar”, una democracia tutelada por
el poder militar, por el poder de las armas. Con la reforma constitucional del
año 2005 desapareció, de iure, el cogobierno entre las autoridades civiles y
las Fuerzas Armadas, o gobierno cívico militar. Ahora bien, ¿desapareció
también de facto, en los hechos? En realidad, en los hechos, el cogobierno o
gobierno cívico militar venía desapareciendo paulatinamente desde comienzos de
la década del 2000, debido a hechos acerca de los cuales no viene al caso
explayarse aquí. Pero lo relevante es que en los hechos, de facto, el
cogobierno o gobierno cívico militar ya no ocurría a pesar que de iure estaba
institucionalizado. Dicho de otra manera, la reforma constitucional del año
2005 consagró de iure lo que ya existía de facto, es decir, el poder político
ejercido por las autoridades civiles sin el tutelaje de las Fuerzas Armadas y
de Orden.
Es por esto
que uno puede verse tentado a pensar que dichas reformas marcaron el fin de la
transición. Pero hay algo que esa tentación no considera en su apreciación
sobre el supuesto fin de la transición. Lo que no considera es que A PESAR del
fin de los enclaves autoritarios, a pesar del fin del cogobierno entre los
civiles y los militares o gobierno cívico militar, se mantuvieron prácticamente
incólumes tanto la supremacía de la Constitución de 1980 como la supremacía del
“modelo económico” dejado por el régimen militar. Esta doble supremacía se
manifestaba en que tanto la Constitución (sin perjuicio de sus reformas) y el
“modelo económico” estaban fuera de la discusión y no eran impugnados
políticamente, no eran puestos en tela de juicio por casi ninguna fuerza
política relevante. Todo aquel que osara impugnar o poner en tela de juicio ya
sea la Constitución de 1980 o el “modelo económico” era visto como una suerte
de excéntrico o un outsider cuya voz era sencillamente ignorada. Esta fue más o
menos la situación entre los años 2006 y 2010 durante el primer gobierno de la
Presidenta Michelle Bachelet. Además, en paralelo, se mantenía la supremacía
del sistema electoral binominal y del rígido esquema de coaliciones de
izquierda (Concertación) y derecha (Alianza por Chile) correlativo a dicho
sistema electoral y vigente desde el plebiscito de 1988. La supremacía del
sistema electoral se manifestaba a nivel de la discusión pública, en el sentido
de que primaba la idea de que cambiar el sistema electoral significaba en los
hechos una especie de caos o apocalipsis político, poco menos que un regreso a
la inestabilidad política de fines de los 60 y comienzos de los 70. Y esa
supremacía por supuesto era reforzada por la fuerza política de la derecha en
el Congreso, que contaba con los votos suficientes para bloquear cualquier
intento de cambio al sistema electoral. La supremacía del rígido esquema de
coaliciones era una consecuencia obvia y necesaria de la supremacía del sistema
electoral. Todas estas supremacías pueden resumirse como una supremacía de la
institucionalidad política y económica heredada del gobierno militar
(Constitución de 1980, modelo económico, sistema electoral y dos coaliciones
rígidas).
De forma correlativa
a la supremacía de esa institucionalidad, en términos políticos se dio un
fenómeno al cual el sociólogo Tomás Moulian llamó “la trascendentalización de
los fines” en su interesante libro Chile
actual. Anatomía de un mito (1997). En palabras de Moulian “Trascendentalización y deliberación son
dos formas antagónicas, una funciona opuesta a la otra. La primera convierte a
la política en religión, mientras que la segunda implica una discusión
secularizada sobre fines preferenciales pero no sagrados”. Y luego “Trascendentalización de los fines. Ese es
uno de los puntos centrales y nudos de la crisis política del Chile Actual.
Ello significa la hegemonía de un ideologismo conservador y anti político, que
se hace coro de la imagen de corrupción, porque su ideal utópico, su idea
límite es un mundo sin política, o un mundo donde lo político se convierte, al
estilo saint-simoniano, en la «ciencia de la producción»”.
Dicho de otra
manera, la finalidad de perseguir el crecimiento económico se encontraba fuera
de discusión y solo se discutía acerca de los mejores medios para lograr esa
finalidad o acerca de cómo complementar esa finalidad con “políticas sociales”
para los quintiles más pobres, lo que Fernando Atria ha llamado “el rostro
humano del neoliberalismo”. Junto con esa trascendentalización de los fines, se
observaba, a la hora de tomar decisiones, una subordinación de los criterios
políticos a los criterios técnicos y económicos de los tecnócratas y de los
economistas. Así entonces eran los tecnócratas y los economistas los que
finalmente decidían y los actores políticos simplemente ponían en marcha la
decisión de forma poco menos que administrativa. Esa era más o menos la
situación o el satus quo hasta el año 2010. Pero durante el gobierno del
Presidente Sebastián Piñera, específicamente durante el año 2011 con las
movilizaciones estudiantiles, este status quo comenzó a ser impugnado
frontalmente. Los motivos sobraron: el rechazo a las centrales eléctricas
Hydroaysen, la demanda por universidad gratuita, la demanda por la
nacionalización del cobre, la demanda por una nueva Constitución, el reclamo
por la desigualdad de ingresos, etc.
La marcada
ineptitud y torpeza política del gobierno de Sebastián Piñera para responder a
estas demandas y a los grupos de interés detrás de ellas, dieron como resultado
que en la elección Presidencial del año 2013 el status quo por momentos parecía
tambalearse desde sus cimientos. La antigua y exitosa coalición de
centroizquierda conocida como Concertación de partidos por la democracia cambió
de nombre a Nueva mayoría, con la novedad de que integró al Partido Comunista,
que desde 1989 siempre había estado al margen de las coaliciones de gobierno de
izquierda, pero además, y esto fue lo más importante, con la novedad de que su
discurso era marcadamente crítico e incluso avergonzado de la obra de la
antigua y exitosa Concertación, abogando por un programa de gobierno
marcadamente izquierdista y casi refundacional, o al menos mucho más
socialdemócrata que los programas de gobierno anteriores de la ex Concertación.
Pero en donde más marcadamente se observó una inversión del status quo fue en
la subordinación de los criterios técnicos y económicos a los criterios
políticos. Ahora eran los actores políticos los llamados a decidir y los
tecnócratas y economistas quedaban relegados apenas a poner en marcha la
decisión de forma poco menos que administrativa o cuando más haciendo algunos
ajustes técnicos menores sin alterar el contenido de la decisión. Esto marcó el
término de la trascendentalización de los fines explicada por Tomás Moulian.
Por primera vez desde el retorno a la democracia la finalidad de perseguir el
crecimiento económico en sí misma estaba en discusión, y ya no se discutía
sobre los medios de alcanzar un fin pre fijado al cual se subordinaba cualquier
demanda o aspiración política. Ahora era la finalidad de (supuestamente) disminuir
la desigualdad de ingresos la que parecía desplazar a la finalidad de perseguir
el crecimiento económico.
Pero la
inversión del status quo no se limitó a los aspectos recién mencionados, sino
que alcanzó también a la supremacía de la institucionalidad política y
económica heredada del gobierno militar. O para ser más preciso, la inversión
del status quo se manifestó en la impugnación de la supremacía de la institucionalidad
política y económica del gobierno militar. Esta impugnación fue múltiple y en
todos los frentes: impugnación de la Constitución de 1980 y sus mecanismos
contramayoritarios (las llamadas “trampas” denunciadas una y otra vez por
Fernando Atria); impugnación del modelo económico o al menos de algunas de sus
características como la provisión privada de bienes públicos o las
relaciones laborales; y la impugnación del sistema electoral binominal. El
esquema rígido de dos coaliciones también fue de alguna forma impugnado por la
aparición de múltiples movimientos políticos en ciernes que aspiraban a hacerse
un lugar en el mapa de fuerzas políticas sin pertenecer a ninguna de las dos
rígidas coaliciones.
Finalmente el
sistema electoral binominal no resistió más la presión política por cambiarlo y
fue suprimido y cambiado por un sistema electoral efectivamente proporcional a
comienzos del año 2015. Este cambio completa la impugnación del esquema rígido
de dos coaliciones ya que bajo nuevas reglas de competencia electoral los
movimientos políticos en ciernes tienen muchas más posibilidades de competir
por la representación popular que las que tenían bajo las reglas anteriores. La
impugnación del modelo económico no ha llevado todavía a un cambio radical del
mismo, pero si ha llevado al cambio del sistema escolar desde el paradigma del
mercado al paradigma de los “derechos sociales”. Está todavía en discusión
hasta donde va a llegar la pretensión de transformar a la educación superior en
gratuita al momento de pago para el 100% de sus alumnos, principalmente debido
a restricciones presupuestarias. También está en discusión hasta donde va a
llegar la pretensión de fortalecer a los sindicatos para que extorsionen a sus
empleadores mediante huelgas sin reemplazo a fin de (supuestamente) obtener
mejoras salariales a costa de las utilidades de las empresas en que trabajan.
Otros aspectos específicos del modelo económico tales como la existencia de las
Isapres y las AFP no han sido impugnados con la misma fuerza que el sistema
escolar y universitario por lo que no se sabe si es que serán cambiados
radicalmente. La impugnación de la Constitución de 1980 y de sus mecanismos
contramayoritarios es prácticamente una batalla ganada por la izquierda en el
sentido de que ya no se discute si es que acaso la Constitución de 1980 y sus
mecanismos contramayoritarios seguirán imperando, sino que se discute de qué
forma serán cambiados y qué tan profundo será el cambio.
Todo este
cuadro político configura y marca, a mi juicio, el fin de la transición. La
transición a mi juicio no estuvo caracterizada solo por el cogobierno o
gobierno cívico militar entre las autoridades civiles y las autoridades
miliares, sino que además estuvo marcada por (1) la trascendentalización de los
fines del crecimiento económico y (2) la supremacía de la institucionalidad
política y económica heredada del gobierno militar. El término de la transcendentalización de los fines y la abierta
impugnación de la supremacía de la institucionalidad heredada del gobierno
militar marcan, a mi juicio, el fin la transición. Y la marcan porque
aquello que antes estaba fuera de discusión ahora se discute abiertamente;
porque aquello que antes era impensado en política ahora es un lugar común;
porque aquellos que antes eran vistos como excéntricos u outsiders ahora
participan de la discusión política como actores con aspiraciones legítimas;
porque aquello que antes era obvio y casi autoevidente ahora dejó de serlo;
pero también y tanto o más importante, porque la derecha antes era una fuerza
política con capacidad de obstruir cualquier cambio significativo ya que
contaba con votos suficientes en el Congreso, y ahora como fuerza política
prácticamente no existe y ha devenido irrelevante, sin votos suficientes para
obstruir cambios importantes y sin capacidad de articular ninguna oposición
política importante, confundida y arrinconada a la defensiva.
Algunos pueden
pensar que el cambio de gabinete realizado por la Presidenta Michelle Bachelet
en mayo de 2015 marca un “regreso a la transición” o un regreso al status quo
propio de la transición, pero esta “marcha atrás” no niega la impugnación de la
supremacía de la institucionalidad ni tampoco niega el término de la trascendentalización
de los fines. No. Esta suerte de repliegue en el mejor de los casos es una
movida estratégica con fines comunicacionales, un cambio de formas pero en
ningún caso un cambio de fondo. Basta con escuchar y analizar el tono y las
palabras del nuevo ministro de hacienda, Rodrigo Valdés, para darse cuenta de
que no hay ninguna intención de negar la impugnación o el término de la
trascendentalización. Tan solo hay una intención de proceder con mejores
modales y mejores formas, pero manteniendo obstinadamente la pretensión de
avanzar con la impugnación y ratificar el término de la trascendentalización.
La supuesta invitación al “diálogo” con los sectores contrarios a los objetivos
del gobierno es una especie de cascarón vacío en el sentido de que el diálogo
solo parece instrumental a conseguir los objetivos, pero no parece haber una
intención de reconsiderar los objetivos como resultado del diálogo. Es como si
un agente X ya tuviera tomada una decisión y luego invitara a “dialogar” al
agente Y pero no para discutir acerca del contenido de la decisión misma, sino
que para obtener la ratificación del agente Y de la decisión que ya fue tomada.
Y en caso de no obtenerla, la decisión se mantiene incólume de todas formas,
sin importar lo que piense o manifieste el agente Y.
¿Y qué viene
ahora después del fin de la transición? Sigue siendo una gran incógnita.
Estaban en lo cierto quienes no tenían claro en los años 90 qué era lo que
venía después de finalizada la transición, solo que tal vez no previeron que
aquello que marcaría el fin de la transición era mucho más que el fin de los
enclaves autoritarios dejados por Pinochet en 1990. Es una gran incógnita lo
que sucederá en las próximas elecciones parlamentarias el año 2017 con el nuevo
sistema electoral. Es una gran incógnita si seguirán apareciendo nuevas fuerzas
políticas fuera de las dos rígidas coaliciones de izquierda y derecha y qué
tanta fuerza política tendrán en los próximos años. Es una gran incógnita el
resultado del “proceso constituyente”. Y es una gran incógnita hasta dónde
llegará la subordinación de los criterios técnicos y económicos a los criterios
políticos, hasta donde llegará el déficit presupuestario fiscal, hasta donde
llegará la emisión de deuda pública en el exterior (si es necesario) para
financiar promesas políticas y electorales que pueden terminar siendo
imposibles de cumplir sin emitir deuda. Si lo que marcó a la transición fue la
relativa predictibilidad y relativa certeza de las decisiones y los procesos
políticos, lo que marca a la etapa que viene después de la transición es la
impredictibilidad y la incerteza de las decisiones y de los procesos políticos.