Quise escribir esta entrada de blog a propósito de un webinario o
seminario web o charla web de mi amigo Jean Masoliver de la Fundación para el
progreso, con quien comparto muchas ideas del liberalismo clásico o
libertarianismo. El webinario de Jean se trataba acerca de los impuestos o
tributos y si acaso constituyen una especie de trabajo forzado, siguiendo la
teoría de justicia retributiva desarrollada por Robert Nozick en “Anarquía Estado y utopía”. La idea
anterior parte de la premisa de que los objetos desarrollados con el trabajo
propio son una suerte de “extensión” de la propia personalidad en virtud de una
especie de “marca” que la persona ha dejado sobre el trabajo que ha hecho, como
por ejemplo el escultor sobre su obra de arte o el pintor sobre su cuadro. La
premisa anterior a su vez está íntimamente relacionada con otra premisa según
la cual existe una “auto posesión” o “derecho de propiedad sobre el propio
cuerpo”.
En estas líneas quiero rebatir y argumentar por qué ambas premisas son
un error, sobre todo la segunda. Pero primero veamos de donde proviene el
error. En su célebre Segundo tratado sobre el gobierno civil de 1690, el filósofo político inglés John Locke,
uno de los primeros inspiradores del liberalismo clásico, escribió que
(…) todo hombre tiene la propiedad de su persona. Nadie más que uno
mismo tiene derecho a esto. El trabajo de su cuerpo y el de sus manos,
podríamos decir, son en verdad suyos. Entonces, todo aquello que él saque del
estado en que lo ha provisto y dejado la naturaleza, y con lo cual ha mezclado
su trabajo, lo convierte en algo que le pertenece, y por lo tanto lo hace de su
propiedad. Como él lo ha sacado del estado común en que lo dejó la naturaleza,
tiene anexado algo por su trabajo, cosa que lo excluye del derecho común de los
hombres. Dado que este trabajo es propiedad incuestionable del trabajador,
ningún otro hombre más que él tiene derecho a aquello en que lo ha convertido
(…)
A su vez, un seguidor intelectual del iusnaturalismo de Locke, Murray
Rothbard, escribió lo siguiente en su obra de 1985 Hacia una nueva libertad. El manifiesto libertario
El método más viable para elaborar la declaración de derechos naturales
de la posición libertaria consiste en dividirla en partes y comenzar con el
axioma del “derecho a la propiedad de uno mismo”, que sostiene al derecho
absoluto de cada hombre, en virtud de su condición humana, a “poseer” su propio
cuerpo, es decir, a controlar que ese cuerpo esté libre de interferencias
coercitivas. Dado que cada individuo debe pensar, aprender, valorar y elegir
sus fines y medios para poder sobrevivir y desarrollarse, el derecho de
propiedad de uno mismo le confiere el derecho de llevar adelante estas
actividades vitales sin ser estorbado ni restringido por un impedimento coercitivo.
Y por último, en Anarquía Estado y utopía de 1974 Robert Nozick escribió que
Si se hace por medio de impuestos sobre salarios o sobre salarios que
superen cierta cantidad, por medio de la confiscación de utilidades, o por
medio de la existencia de una gran olla social, de manera que no es claro de dónde
viene qué y a donde va qué, los principios pautados de justicia distributiva
suponen la apropiación de acciones de otras personas. Apoderarse de los
resultados del trabajo de alguien equivale a apoderarse de sus horas y a
dirigirlo a realizar actividades varias. Si las personas lo obligan a usted a
hacer a usted cierto trabajo o un trabajo no recompensado por un período
determinado, deciden lo que usted debe hacer y los propósitos que su trabajo
debe servir, con independencia de las decisiones de usted. Este proceso por
medio del cual privan a usted de estas decisiones los hace copropietarios de
usted; les otorga un derecho de propiedad sobre usted. Sería tener un derecho
de propiedad, tal y como se tiene dicho control y poder de decisión parcial,
por derecho, sobre un animal u objeto inanimado.
La argumentación de Nozick parece convincente, pero encierra un error,
un salto lógico. Y es que en verdad no existe tal cosa como un “derecho de
propiedad sobre uno mismo” que se pueda “ceder” parcialmente a terceros merced
al cobro de impuestos. Y relacionado con el error anterior, tampoco existe tal
cosa como una “extensión de la propia personalidad” en aquellos objetos que han
sido trabajados por uno luego de sacar las materias primas desde el estado
natural en que se encontraban originalmente.
Ahora bien, ¿por qué digo que no existen tales cosas? Para entender por
qué no existen, se debe recurrir a la teoría del derecho y a la tradición del
derecho civil, que en el caso chileno se plasma en el notable Código Civil de
Andrés Bello que data de 1857, una gran fuente de sabiduría jurídica que no ha
perdido ninguna vigencia luego de décadas y décadas de aplicación. ¿Pero por
qué recurrir a la teoría del derecho y a la tradición del derecho civil? Porque
autores como Locke, Rothbard o Nozick utilizaron vocablos tales como derecho, propiedad, poseer etc pero
estos no son vocablos que tengan un significado banal que se les pueda atribuir
por pura arbitrariedad, son conceptos jurídicos precisos como bien saben los
abogados. Uno podría preguntarse por qué se debería recurrir a la precisión del
lenguaje jurídico en vez de usar los vocablos de forma arbitraria o coloquial
atribuyéndoles el significado que uno quiera. Y es que efectivamente esos
vocablos tienen una acepción jurídica precisa y otra acepción que no es
estrictamente jurídica y es más cercana al uso cotidiano o coloquial, pero si
se olvida la acepción jurídica y se recurre solo a la acepción cotidiana o
coloquial, se los puede terminar transformando en significantes vacíos, en
palabras que no significan nada concreto, de manera tal que cuando se las usa
realmente no se está diciendo nada.
Vamos entonces a la teoría del derecho y a la tradición del derecho
civil. De acuerdo a la teoría clásica, el derecho de propiedad se conoce como
un derecho real (ius in re en lenguaje de los romanos).
El artículo 577 de nuestro código civil define el derecho real como “el
que tenemos sobre una cosa sin respecto a determinada persona”. Se
concibe como una relación persona-cosa, inmediata, absoluta; un derecho en la cosa
(ius in re). Puede entenderse como un “poder” que tiene un sujeto sobre una
cosa. Cuando este poder es completo, total, se está en presencia del derecho
real máximo, el dominio. A su vez el mismo código civil en su artículo 565
estipula que “Los bienes consisten en cosas corporales e incorporales. Corporales
son las que tienen un ser real y pueden ser percibidas por los sentidos, como
una casa, un libro”. Y luego en los artículos 566 y 567 hace la
distinción entre cosas corporales muebles e inmuebles, siendo las muebles
aquellas que “pueden transportarse de un lugar a otro, sea moviéndose ellas mismas,
como los animales (que por eso se llaman semovientes), sea que solo se muevan
por una fuerza externa, como las cosas inanimadas”.
Aquí ya se debería reparar en la distinción entre persona y cosa. El
derecho de propiedad como derecho real versa sobre la relación entre una
persona y una cosa u objeto externo, por lo que resulta del todo impertinente
hablar de “derecho de propiedad sobre uno mismo” o “derecho de propiedad sobre
el propio cuerpo”. Es impertinente porque somos nuestro cuerpo (aunque los
átomos de hoy no sean los mismos átomos de 10 años atrás ni sean los mismos de
10 años más adelante), somos sujetos y no objetos, no somos una “cosa corporal”
por mucho que seamos un cuerpo. Es del todo inapropiado hacer una separación
artificial entre el sujeto (la persona) y su cuerpo como si el cuerpo fuera
simplemente un objeto, una cosa corporal que se puede adquirir o desechar sin
más. El cuerpo humano no se puede adquirir como se adquiere la ropa ni se puede
desechar como se desecha cualquier prenda de vestir que uno deja de usar cuando
está vieja y ya no la queremos. De hecho la única forma de desechar el cuerpo
humano sería cometiendo suicidio, en cuyo caso el cuerpo deja de ser un cuerpo
humano y se transforma en un mero cadáver o cuerpo muerto, una cosa inanimada
en el lenguaje del derecho civil.
Por las mismas razones aducidas recién es que resulta impertinente
hablar de “auto posesión”. La posesión también es un concepto jurídico de
acuerdo a la teoría del derecho y a la tradición del derecho civil. De acuerdo
al artículo 700 del código civil “la posesión es la tenencia de una cosa
determinada con ánimo de señor o dueño, sea que el dueño o el que se da por tal
tenga la cosa por sí mismo, o por otra persona que la tenga en lugar y a nombre
de él. El poseedor es reputado dueño, mientras otra persona no justifica serlo”.
Al igual que en el caso de la propiedad, la posesión también es con respecto a
cosas corporales u objetos externos, no contempla una “auto posesión” sobre el
cuerpo humano de cada uno. Si lo contemplara eso deja automáticamente fuera la
posibilidad de que “otra persona tenga la cosa determinada en lugar y a nombre
del dueño” y con mayor razón deja fuera la posibilidad que “otra persona
justifique ser dueño” de la cosa, en este caso del cuerpo. Eso solo tendría
sentido en el caso de la esclavitud, cuando los esclavos eran cosas y su amo y
señor era su dueño.
Para que tuviera algún sentido hablar de “auto posesión” habría que
hacer una curiosísima adaptación del lenguaje del derecho civil. Algo como “la
auto posesión es la tenencia del cuerpo humano (una cosa determinada) con ánimo
de señor o dueño”. Aquí nuevamente surge la aberración de tratar al cuerpo
humano como una cosa, en circunstancias de que somos nuestro cuerpo, y además
surge el problema del ánimo de ser señor o dueño. Resulta muy curioso suponer
un “ánimo de ser señor o dueño del cuerpo” en circunstancias de que muchas de
las actividades que uno realiza son actividades corporales, como por ejemplo
caminar, hablar, comer, etc. Esas actividades las realizamos porque simplemente
queremos realizarlas, no porque tengamos un “ánimo de ser señor o dueño” de las
piernas, las cuerdas vocales o la boca y los músculos faciales o cualquier otra
extremidad o parte del cuerpo humano. Cuando se realizan esas actividades nadie
piensa en términos de “tengo ánimo de ser señor o dueño de mis piernas, mis
cuerdas vocales o mi boca”, uno simplemente piensa “quiero caminar, quiero
hablar o quiero comer”.
Solamente podría suponerse una especie de ausencia de ese “ánimo de ser
señor o dueño” en los casos muy particulares cuando ciertas personas no están
conformes con su composición corporal y quieren realizarse implantes mamarios
(en el caso de las mujeres) o cirugías de cambio de sexo (en el caso de los
transexuales), por dar dos ejemplos conspicuos. Pero en realidad eso no es una
ausencia del “ánimo de ser señor o dueño” sino que simplemente se trata de que
esas personas no están conformes con su aspecto, en el caso de los implantes, o
tienen un conflicto de identidad sexual, en el caso del cambio de sexo. Y en el
caso inverso, no se trata de que si exista un “ánimo de ser señor o dueño”, sino
que simplemente las personas están conformes con su aspecto físico o no tienen
conflictos de identidad sexual.
Incluso en el caso de que se prescinda del “ánimo de ser señor o dueño”
(animus) como condición de la
posesión, por ejemplo en el caso de algunas legislaciones como la alemana o la
suiza, sigue siendo una aberración hablar de la “tenencia de una cosa
determinada” por la misma razón ya repetida varias veces: la impertinente
separación del sujeto o persona del cuerpo humano.
Es tan claro que somos nuestro cuerpo que los estados de ánimo y los
modos de ser del ser humano se manifiestan corporalmente a través de
expresiones faciales, tonos de voz, posturas del cuerpo, etc. Las emociones y
los sentimientos del ser humano también se manifiestan corporalmente, sobre
todo a través de expresiones faciales. Sin ir más lejos, los teóricos de la
comunicación han llegado a la conclusión de que los mensajes que comunicamos
son comunicados en una proporción mucho mayor por el “lenguaje corporal” que
por las meras palabras escritas o pronunciadas. Existen por supuesto ciertas
personas con la muy particular capacidad de no expresar emoción o sentimiento
alguno (se les suele llamar “caras de poker”), pero esa incapacidad no
significa que no sean su cuerpo, sino que por alguna razón son incapaces de
expresarse corporalmente o prefieren no expresar sus emociones y sentimientos,
revelando una suerte de falta de vitalidad o falta de pasión.
Llegados a esta parte entonces no queda más que concluir que es mejor
desechar todo ese lenguaje de la “auto posesión” o “derecho de propiedad sobre
uno mismo” y hablar simplemente de LIBERTAD INDIVIDUAL. La libertad individual
la ejercemos cuando caminamos, cuando hablamos o cuando comemos etc porque
simplemente queremos ejercerla al no estar sometidos a coacción de terceros. No
necesitamos una justificación especial para ejercerla, simplemente basta con
que queramos ejercerla y punto, siempre y cuando no agredamos a terceros. Así de simple. Invocar una inexistente “auto
posesión” o “derecho de propiedad sobre uno mismo” como justificación para
ejercer la libertad individual, aparte de la aberración de separar al sujeto o
persona del cuerpo humano, implica condicionar el ejercicio de esa libertad a
unas convención sociocultural como es la propiedad. Lo anterior no implica vivir en un estado de naturaleza Hobbesiano porque como ya se dijo la libertad la ejercemos siempre y cuando no agredamos a terceros.
Contrario a lo que creen los iusnaturalistas, el derecho y la propiedad
no provienen de “la naturaleza” sino que son instituciones legitimadas
socioculturalmente en cierto tiempo y cierto espacio. En muchos períodos de la
historia y en muchas latitudes no ha existido esa legitimación sociocultural y
por lo tanto esas instituciones no han existido, como por ejemplo en el
continente Africano hasta el día de hoy. En muchas partes del continente Africano
simplemente no existe la propiedad privada como institución, por mucho que los
iusnaturalistas puedan esgrimir que la propiedad privada es un “derecho
natural”.
Pues bien, en esas partes de África ese “derecho natural”, en el mejor
de los casos, vendría siendo una aspiración para mejorar el estado de las cosas
y pasar de la barbarie a la civilización, respetando mutuamente las posesiones
de unos y otros, porque cuando existe ese respeto es que ya puede hablarse de
propiedad privada. En el peor de los casos ese “derecho natural” no pasa de ser
un producto de la imaginación sin mayor significación ni importancia real y
práctica. De hecho, es verdaderamente ridículo imaginar a un africano
reclamando un “derecho natural” a la propiedad privada en medio de la barbarie.
El hecho de reclamarlo sin ser capaz de impedir la barbarie revela la
impotencia que tiene un mero producto de la imaginación para modificar la
realidad sociocultural circundante.
Así entonces lo que debe hacerse es defender la
libertad individual sin recurrir a convenciones socioculturales y sin torcer el
significado preciso de términos jurídicos, porque frecuentemente la libertad
implica arbitrariedad para realizar cualquier actividad corporal y no se
necesita una justificación especial para ejercer esas actividades, siempre y cuando no agredamos a terceros. Esto de
ninguna manera significa menoscabar la causa por la defensa de la libertad
individual, simplemente significa colocar esa defensa en el sitio que le
corresponde.
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