miércoles, 9 de diciembre de 2015

La radical diferencia entre negociación y diálogo


“Debemos aceptar, me temo, que la democracia de los acuerdos fue una anomalía hecha posible por el pragmatismo a regañadientes de la izquierda gobernante de la época, no por la firmeza de sus auténticas convicciones”

Ernesto Silva, “Aire nuevo para Chile. Un recambio necesario”, RIL editores, 2015

Hace unas pocas semanas salió a la venta el libro del diputado de la UDI y ex Presidente de ese mismo partido, Ernesto Silva. El libro contiene una serie de reflexiones interesantes a la luz de los acontecimientos políticos que han acaecido desde el año 2011 a la fecha. Pero hay una sección del libro de Silva que es de especial relevancia porque ahí el diputado se pregunta qué fue lo que sucedió para que la Concertación mutara en la Nueva Mayoría, y por qué muchos de los mismos actores que en años 90 y 2000 se comportaban de una manera hoy se comportan de otra que parece muy distinta hasta el punto de ser irreconocible.

En los comienzos de esta sección el diputado Silva se pregunta y a renglón seguido se responde a sí mismo (página 96)

“¿Hubo realmente una metamorfosis, un cambio de personalidad con rasgos de esquizofrenia? ¿O fue más bien el postergado sinceramiento de lo que la izquierda efectivamente siempre ha creído?

Sinceramiento, sin ninguna duda. Lo que esta izquierda arrepentida viene diciendo y haciendo desde hace más de un lustro refleja las ideas que muchos en la antigua Concertación abrigaban calladamente durante la Transición, pero que no se atrevieron a defender entonces”


Y en la página siguiente el diputado continua con sus disquisiciones afirmando que

“Muchos pensamos que su acelerada mutación era una impostura motivada por cálculos electorales, un devaneo con los grupos extraparlamentarios y un señuelo para los movilizados que habitualmente simpatizan con las ideas más rupturistas porque se sienten marginados del sistema. En suma, un radicalismo beligerante que, en caso de llegar al poder, volvería rápidamente a los cauces moderados de nuestra historia reciente.

En realidad era la izquierda sacándose la máscara de una vez por todas. Tanto la experiencia del gobierno de Piñera como lo visto con su sucesor(a) desde 2014 demuestran que la Nueva Mayoría tiene un proyecto político muy distinto al que encarnaba la Concertación (…) se trata (…) de un retroceso hacia ideas viejas y modelos superados (…) en los que la izquierda nunca dejó de creer, incluso cuando impulsaba los acuerdos de la Transición”


Pienso que el diputado Silva acierta en su diagnóstico, pero cabe hacer un matiz. Lo que el diputado identifica como “la izquierda” se parece más bien al grupo denominado de los “auto flagelantes” durante la Concertación, un grupo que no estaba de acuerdo con continuar administrando el legado de la dictadura sin empujar cambios en sentido contrario, pero que se veía constreñido por las condiciones políticas de ese entonces y no le quedaba otra que seguir participando de los gobiernos de la Concertación, que mal que las les permitía administrar cuotas de poder para sí mismos, a pesar de su descuerdo con el rumbo de esos gobiernos.

Lo que ha sucedido desde el 2011 es que producto de las movilizaciones estudiantiles y de la frontal impugnación de llamado “modelo”, los antiguos auto flagelantes ahora tenían la oportunidad que se les había escapado anteriormente de llevar la voz cantante y desplazar a los denominados “auto complacientes” que habían perfeccionado y profundizado el legado de la dictadura. Eso es lo que se le escapa a Silva, que agrupa a todas las facciones bajo el rótulo de “la izquierda” olvidando esa diferenciación propia de la transición.

Hecha esa precisión, ahora cabe analizar en qué se equivoca el diputado Ernesto Silva en su libro. Para decirlo sin rodeos, el diputado se equivoca en que confunde flagrantemente la negociación con el diálogo, pero esto requiere ser explicado con más detención.

Veamos. Silva comienza quejándose en la página 98 de la intransigencia de la Nueva Mayoría al usar sus mayorías en el Congreso desestimando la oposición de distintos grupos, entre ellos la derecha política:

“Teniendo los votos suficientes, parece creer la Nueva Mayoría, dialogar con los que no los tienen es un mero formalismo para la galería”


Nótese que aquí Silva se refiere a la falta de diálogo con los que no tienen votos suficientes, o sea con la derecha. Y luego en la página siguiente valora que

“Las reformas Constitucionales de 1989 y 2005 (…) jamás habrían sido posibles sin una convicción profundamente enraizada en los protagonistas de que los cambios importantes surgen del diálogo abierto y la negociación responsable”


Y ahora nótese que Silva se refiere al diálogo y a la negociación que estuvieron presentes en las citadas reformas constitucionales. Cabe hacer la pregunta de por qué en el primer caso el diputado se refiere solo al diálogo (como ausencia) y en el segundo se refiera al diálogo y a la negociación (como presencia). La respuesta tiene que ver con una diferencia clave: en el primer caso la derecha no tenía los votos suficientes como el mismo autor señala, y en el segundo caso en cambio si los tenía, y esto cambia la dinámica de ambas situaciones. Al no tener votos suficientes, la izquierda no tenía nada que negociar con la derecha. De hecho, negociar habría sido un absurdo tácticamente hablando ya que la izquierda no necesitaba la aprobación de la derecha para sacar adelante su agenda en el Congreso. En cambio cuando la derecha si tenía los votos suficientes para que, por ejemplo, se aprobaran reformas constitucionales, la izquierda necesariamente tenía que negociar con la derecha para sacarlas adelante, porque de no hacerlo, la derecha simplemente podía votar en contra y hacer fracasar las intenciones de la izquierda.

¿Y qué hay respecto al diálogo? ¿Por qué en el primer caso según Silva el diálogo era un “mero formalismo para la galería” y en el segundo en cambio era “abierto”? Lo primero que hay que decir es que diálogo es distinto a la negociación. Esto puede sonar baladí, pero tiene implicancias que van más allá de la mera semántica. Vamos por parte. El diálogo es, se podría decir, una suerte de imperativo moral en un sentido Kantiano. Ese imperativo moral es el que impele a cada sujeto a reconocer a los otros sujetos con los que dialoga como fines en sí mismos y no como medios. Tratar a los demás sujetos que dialogan como fines en sí mismos implica reconocer a esos sujetos como iguales en el sentido de que aquello que tienen que decir nos interesa y estamos dispuestos a escucharlo, y viceversa. Independiente de que después de escucharlos estemos o no de acuerdo, la actitud inicial es de apertura y de disposición a escuchar mutuamente, y luego de escucharse los sujetos pueden evaluar lo que han escuchado y contrastarlo con sus propias ideas y juicios y evaluarlo para decidir si están de acuerdo o no. Pero esta actitud que hace posible el diálogo requiere de un nivel de honestidad intelectual y de cierta integridad personal que no son fáciles de encontrar con frecuencia.

Una de las mejores descripciones de esta actitud que hace posible el diálogo se puede encontrar en la famosa obra “Sobre la libertad” del filósofo inglés John Stuart Mill, en el capítulo donde precisamente se refiere a la libertad de palabra. En esa obra Mill expresó lo siguiente:

"¿Cómo ha llegado una persona a ser realmente merecedora de que se confíe en su juicio? Ha mantenido su mente abierta a la crítica de sus opiniones y su conducta. Ha adoptado la costumbre de escuchar todo lo que pudiera decirse en contra de ella, de aprovecharlo en tanto fuera justo y de exponer ante sí misma (y, de presentarse la necesidad, ante los demás) la falacia de lo que fuese falaz. Ha sentido que la única manera en que un ser humano puede alcanzar cierta aproximación al conocimiento íntegro de un asunto es escuchando lo que puedan decir al respecto personas con las opiniones más variadas y estudiando cada una de las distintas maneras en que puede ser examinada por las mentes más diversas. Ningún sabio ha adquirido jamás su sabiduría de otro modo, ni se halla en la naturaleza del intelecto humano alcanzar el saber por ningún otro medio. El hábito regular de corregir y completar la propia opinión contrastándola con la de otros, lejos de generar dudas y vacilaciones al llevarla a la práctica, es el único fundamento sólido para confiar justificadamente en ella; pues quien tiene conocimiento de todo lo que (al menos en los casos más obvios) puede decirse en contra de él y ha afirmado su posición contra todos sus opositores (consciente de que ha tratado de encontrar objeciones y dificultades, en lugar de evitarlas, y de que no ha sido refractario a ninguna luz que pudiera haberse arrojado sobre el tema desde cualquier ángulo) tiene derecho a considerar que su juicio es mejor que el de cualquier persona o multitud que no haya pasado por un proceso similar"


Ahora bien, ¿es esta la actitud que normalmente se encuentra en los actores políticos que han protagonizado la transición desde 1990? Me parece que no, en la mayor parte del tiempo. No al menos en la mayoría de ellos o en los más relevantes y protagónicos. De partida, esa actitud propia del diálogo debe ser independiente de que se tengan más o menos votos en el Congreso, porque si depende de eso entonces es una mera farsa o un formalismo para la galería como bien señala Ernesto Silva. Pero ahora uno puede hacerse la pregunta de por qué esto es así, por qué es tan difícil hallar esa actitud en esos actores políticos. En mi opinión, esa actitud es tan difícil de hallar debido a que el Congreso y la política en general tienen mucho más que ver con juegos y pugnas de poder que con una realización del ideal Socrático del diálogo como búsqueda de una cierta verdad, que es en realidad una actividad más propia de los intelectuales y los filósofos que de los políticos como los conocemos contemporáneamente. De hecho, es notoria la separación de las actividades de los intelectuales/filósofos y los políticos. A los primeros se los suele encontrar en lo que suele llamarse “academia” y a los segundos se los suele encontrar en los pasillos del Congreso y demás edificios de los poderes del Estado.

Quizás algunos idealistas podrían decir que el ideal de la política no es ese, que la política no se trata solo de juegos y pugnas de poder, que se trata de buscar el bien del país y un largo etc. de lugares comunes que se escuchan con frecuencia, pero aquí nos estamos ateniendo a lo que la actividad política efectivamente es y no a lo que debería ser. De partida, cuando se habla de política tal como se entiende contemporáneamente uno puede encontrar que se parece mucho más a las caracterizaciones de autores como Max Weber en su famosa conferencia “La política como profesión”, y que dista bastante de lo que se entendía como política en la Grecia clásica. Esto quizás sea una consecuencia inevitable de la evolución desde la antigüedad hacia la moderna sociedad de masas como se conoce actualmente en Occidente. De hecho, otro famoso autor alemán cercano intelectualmente a Max Weber identificó en crudos términos esta característica de la actividad política ya en la segunda década del siglo XX, hace unos 90 años. En su obra “Sobre el parlamentarismo” de 1923, el jurista alemán Carl Schmitt observó que

“La evolución de la moderna democracia de masas ha convertido la discusión pública que argumenta en una formalidad vacía. Algunas normas de derecho parlamentario actual, especialmente las relativas a la independencia de los diputados y de los debates, dan, a consecuencia de ello, la impresión de ser un decorado superfluo, inútil e, incluso, vergonzoso, como si alguien hubiera pintado con llamas rojas los radiadores de una moderna calefacción central para evocar la ilusión de un vivo fuego. Los partidos ya no se enfrentan entre ellos como opiniones que discuten, sino como poderosos grupos de poder social o económico, calculando los mutuos intereses y sus posibilidades de alcanzar el poder y llevando a cabo desde esa base fáctica compromisos y coaliciones. Se gana a las masas mediante un aparato propagandístico cuyo mayor efecto está basado en una apelación a las pasiones y a los intereses cercanos. El argumento, en el real sentido de la palabra, que es característico de una discusión auténtica, desaparece, y en las negociaciones entre los partidos se pone en su lugar, como objetivo consciente el cálculo de intereses y las oportunidades de poder; en lo tocante a las masas, en el lugar de la discusión aparece la sugestión persuasiva en forma de carteles, o bien el símbolo”


¿Después de leer el párrafo anterior, alguien podría negar que esas son precisamente las características de la práctica política chilena desde el retorno a la democracia? Yo al menos no encuentro argumentos ni evidencia para negarlo. Pero hay más. Y es que Schmitt se refiere a las negociaciones interesadas entre grupos de poder (partidos). Y es aquí entonces donde se puede hacer notar la diferencia entre la negociación y el diálogo. Ya se caracterizó al diálogo como una suerte de imperativo moral. Pero la negociación sigue una lógica diametralmente opuesta. La característica principal de la negociación es que es una necesidad estratégica y no un imperativo moral. Se negocia cuando es necesario para lograr un cierto objetivo, pero cuando no hay tal necesidad y el objetivo se puede lograr sin negociar, entonces no tiene sentido negociar. La negociación tiene lugar entre dos o más sujetos o grupos y se caracteriza por el cálculo y la ventaja mutua, en que un sujeto o grupo cede algo a cambio de obtener otra cosa de otro sujeto o grupo. Es una forma del do ut des característico de los contratos, en que dos o más partes negocian entre sí buscando una ventaja mutua, dando algo a cambio de obtener algo, en el entendido de que lo que se obtiene debe ser mayor que lo que se da, para que la negociación llegue a buen puerto.

Esta característica de la negociación como necesidad estratégica para lograr un cierto objetivo sirve como marco conceptual para comprender la evolución política e institucional de Chile desde los años 70. Fue el fracaso de la negociación entre la UP y la entonces oposición en 1973 lo que desembocó en el golpe de Estado del 11 de septiembre de ese mismo año. Ninguna de las dos partes estaba dispuesta a ceder lo que la otra quería, y por consiguiente la negociación fue un fracaso con consecuencias trágicas. Luego del golpe de Estado, la Junta de gobierno asumió el poder casi total (ejecutivo, legislativo y la potestad constituyente, manteniendo el poder judicial como independiente en teoría) y gobernaba emitiendo Decretos Leyes para lo cual solo necesitaba el acuerdo unánime de sus cuatro miembros. Teniendo ese poder casi total, la Junta de gobierno no tenía ninguna necesidad de negociar con nadie para aprobar sus Decretos Leyes, y de hecho casi no hay registros de oposición significativa desde fuera de la Junta que le impidiera aprobar algunos de esos Decretos Leyes. El principal opositor interno a la aprobación de varios Decretos Leyes, el general del aire Gustavo Leigh (muchas veces secundado por el almirante Merino), fue destituido indecorosamente en 1978 por sus mismos camaradas de la Junta en gran parte porque se estaba transformando en un obstáculo para la marcha del gobierno militar con su continua oposición interna.

Entonces siguiendo esa misma lógica, no tiene nada de extraño que la Junta de gobierno en 1980 otorgara al país una nueva Constitución estudiada y redactada primero por un grupo de juristas adeptos ideológicamente al gobierno militar y luego por un Consejo de Estado compuesto por insignes personalidades también adeptas al gobierno militar. La ratificación plebiscitaria de la Constitución original en 1980 ni siquiera alcanzaba a ser un “formalismo para la galería” ya que no existían registros electorales ni un Tribunal calificador de elecciones, por lo que se trataba de un acto plebiscitario que procedimentalmente no pretendía reclamar para sí ninguna legitimidad. La Junta de gobierno no tenía nada que negociar con nadie para imponer y hacer entrar en vigencia la Constitución, y de hecho ni siquiera era necesario que la sometiera a ratificación plebiscitaria, ya que si quería podía imponerla y hacerla entrar en vigencia con la sola firma de la Junta de gobierno. El plebiscito de 1980 ni siquiera fue un formalismo, a lo más fue una especie de maniobra publicitaria o de propaganda. De hecho, cuando el ex Presidente Eduardo Frei Montalva emplazó al general Augusto Pinochet a un debate abierto días antes del plebiscito, el gobierno militar simplemente desechó el emplazamiento. Pinochet no necesitaba debatir con Frei y no tenía por qué hacerlo si no quería.

Uno podría pensar que en 1989 Pinochet y la Junta podrían haber repetido la misma forma de actuar de 1980 y ahora negarse a modificar la Constitución en lo más mínimo, pero a fines de la década de 1980, la situación y la dinámica política eran un tanto distintas que a comienzos de la misma. Fue el mismo Patricio Aylwin quien admitió en 1984 que la Constitución de 1980 debía ser aceptada como “un hecho” por la entonces oposición. Esa misma aceptación fue la que los llevó a participar del plebiscito de 1988 ya que era la única forma de derrotar a Pinochet “por las buenas” y valiéndose de los instrumentos que el mismo Pinochet y la Junta permitían para ese fin. Y además en 1989 los adeptos del gobierno militar ya estaban organizados como partidos políticos, siendo uno de ellos Renovación Nacional. Ese partido realizó una mediación activa entre el gobierno militar y la oposición. En este sentido me parece plausible la tesis que plantea Tomás Moulian en su excelente libro Chile actual. Anatomía de un mito (1997). Según esa tesis “Renovación Nacional consiguió el propósito de convencer a los militares de una estrategia de cambios sin desmantelamiento, ganando con ello una imagen liberalizadora”. ¿Cuál era el objetivo de realizar esos cambios sin desmantelamiento? Me permito volver a citar a Moulian

“Estamos ante una derecha que, aprovechando una coyuntura especial en la cual la Concertación necesitaba negociar, estuvo dispuesta a realizar una mediación activa. Pero lo hizo, como los hechos posteriores se han encargado de demostrarlo, para impedir que los resguardos y protecciones excesivas deslegitimaran al Estado. Su objetivo real era eliminar las sobreprotecciones, para evitar (como lo advierte el refrán popular) que el exceso de cuidados terminara por matar al paciente” (…)

“Los cambios estuvieron destinados, más que nada, a garantizar la gobernabilidad futura, purificando para ello la Constitución, limándole aristas, extrayéndole las disposiciones más cavernarias. Todo esto para dejar intactas las instituciones que aseguraban el veto minoritario y la imposibilidad de reformas no consensuadas tanto del sistema político como del modelo socioeconómico”


Según Tomás Moulian entonces la reforma Constitucional de 1989 consiguió eliminar los resguardos excesivos que hubieran podido “matar al paciente por exceso de cuidados”, ya que “la exasperación de la nueva élite dirigente ante la imposibilidad de gobernar por la oposición del senado” habría dado motivos “para que se gestara un ánimo masivo de ilegitimidad”. Y al mismo tiempo al disminuir el peso político relativo de los senadores designados disminuyendo su proporción respecto a los electos la derecha podía aumentar su propio peso en la toma de decisiones.

Entonces recuperada la democracia en 1990 la situación era tal que la izquierda (Concertación) tenía que buscar votos de la derecha en el senado incluso para aprobar leyes por mayoría simple, ya que con el auxilio de los senadores designados por Pinochet el derechismo en bloque sumaba la misma cantidad de senadores que la izquierda. Para qué decir si se trataba de aprobar leyes que requerían quórums de 4/7 o reformas a la Constitución por 3/5 o 2/3. Para lograr sus objetivos de gobierno la izquierda necesariamente tenía que negociar con la derecha, porque de lo contrario la derecha siempre podía recurrir al expediente de votar en contra en bloque y hacer fracasar cualquier iniciativa legislativa de la izquierda que no contara con su aprobación.

Por eso es que cuando Ernesto Silva ensalza que “los cambios importantes surgen del diálogo abierto y la negociación responsable” refiriéndose a las reformas Constitucionales de 1989 y 2005, en realidad debería omitir el “diálogo abierto”, ya que durante toda la transición lo que había era pura negociación entre grupos de poder tratando de obtener ventaja mutua y haciendo cálculo de intereses, tal como describió Carl Schmitt en “Sobre el parlamentarismo”. Por supuesto que los grupos de poder que negocian también tienen que hablar o conversar entre ellos, ya que de otra forma no podrían negociar. Pero hablar o conversar entre ellos buscando la ventaja mutua y el cálculo de intereses es muy distinto a dialogar en un sentido Socrático o en el sentido que destacaba John Stuart Mill en “Sobre la libertad”. Hablar o conversar como parte de una negociación está supeditado a que exista la necesidad estratégica de negociar, porque en caso contrario no hay nada que negociar ni tampoco nada que hablar o conversar para buscar la ventaja mutua y el cálculo de intereses.

De lo que Ernesto Silva en ningún momento se da cuenta es que el “diálogo” al que se refiere en realidad se trataba de hablar y conversar como parte de la necesidad estratégica de negociar, por eso no tiene nada de raro que al no existir la necesidad estratégica de negociar no haya ningún “diálogo” y Ernesto Silva se lamente de que “Teniendo los votos suficientes, parece creer la Nueva Mayoría, dialogar con los que no los tienen es un mero formalismo para la galería”. Un diálogo Socrático o en el sentido que destacaba John Stuart Mill no depende de cuantos votos se tengan en el Congreso, como ya se dijo anteriormente, porque si depende de eso entonces es una farsa o un mero “formalismo para la galería”. Esta misma confusión de Ernesto Silva respecto al tipo de “diálogo” que se practicaba durante la transición, podría explicar su omisión de que lo que se hacía en el Congreso no era precisamente contrastar argumentos a favor y en contra de tal o cual iniciativa legislativa, con la disposición a convencer y a ser convencido de los méritos y deméritos de las posturas propias, sino que como describía Carl Schmitt

“Los partidos ya no se enfrentan entre ellos como opiniones que discuten, sino como poderosos grupos de poder social o económico, calculando los mutuos intereses y sus posibilidades de alcanzar el poder y llevando a cabo desde esa base fáctica compromisos y coaliciones”


Otra notoria omisión de Ernesto Silva cuando alaba la llamada “democracia de los acuerdos” es que no se refiere a la aguda tensión de los primeros años de la transición, con la presencia siempre amenazante de Pinochet como comandante en jefe del Ejército, con el temor siempre latente de una regresión autoritaria si las cosas no resultaban como se esperaba, y con el tutelaje castrense que se hacía sentir cada vez que los militares podían convocar por su cuenta al Consejo de Seguridad Nacional. La situación en esos años se asemejaba a la que enfrenta un paciente que recién ha salido de la UCI y sigue bajo continua observación y cuidado de los médicos sin ser dado de alta, por lo que el paciente y sus médicos deben tener extremo cuidado para que no vuelva a caer a la UCI. El diputado simplemente omite todo este contexto y señala que (página 99)

 “Los logros de la hoy vapuleada democracia de los acuerdos siguen siendo objeto de análisis político e investigación académica en varios rincones del mundo, ya que su diseño y su praxis no solo permitieron viabilizar la experiencia inédita de retornar a la democracia por la vía de las urnas, sino que hacerlo en un clima de paz, sin afectar el crecimiento y sin grandes altibajos en el camino. Por eso los politólogos y los historiadores hablan del caso chileno, un ejemplo de progreso económico y social del que otras naciones en vías de desarrollo pueden aprender”


Seguramente la aguda tensión de los primeros años de la transición, la presencia amenazante de Pinochet y el miedo a una regresión autoritaria, y el tutelaje castrense también pueden ser “objeto de análisis político e investigación académica” y los politólogos y los historiadores cuando hablen del “caso chileno” también pueden incluirlos como parte del contexto que define a ese mismo caso. Omitir o, peor aún, desestimar la influencia que este contexto tuvo en la llamada “democracia de los acuerdos” es ceguera e incluso deshonestidad intelectual, porque ya se ha visto el devenir político que ha tenido el país cuando ese contexto ya no ha estado presente. Si alguien no está convencido de esto lo mejor que puede hacer es leer el excelente libro “La historia oculta de la transición” del periodista Ascanio Cavallo, que debe ser el trabajo de investigación más serio que se ha realizado sobre esos años. La transición no solo tuvo una cara visible y color de rosa como la que tanto alaba Ernesto Silva, también tuvo una cara más invisible y color gris de la que usualmente no se habla mucho.

Según el diputado Ernesto Silva “los verdaderos motivos que impulsaron a la izquierda a inclinarse por determinadas políticas mientras condujo la transición” no eran el supuesto veto derechista en el Congreso, sino que

“Para dar un solo ejemplo, ni la derecha ni ‘los ricos’ le forzaron la mano a la Concertación cuando hubo que normar la educación; fueron los avances sin precedentes en acceso y cobertura los que la convencieron de estimular la iniciativa privada para seguir logrando mejoras”


Esto puede ser cierto, pero lamentablemente Silva da un solo ejemplo para sostener su punto, y luego vuelve a insistir en que

“A pesar de eso, el discurso de la nueva izquierda arrepentida era ‘quisimos hacer mucho más, pero teníamos las manos atadas’. En su radical y equivocada reinterpretación de las cosas, la voluntad de la mayoría de chilenos había estado secuestrada por los intereses de unos pocos durante casi 25 años”


Aquí sin embargo Silva tiene un punto, ya que si de la “voluntad de la mayoría de los chilenos” se trata, al menos hasta la elección de 2009 los discursos críticos y rupturistas respecto al modelo de desarrollo seguido durante la transición eran marginales y sin peso. Basta recordar las fracasadas y electoralmente insignificantes candidaturas de Gladys Marin en 1999, de Tomás Hirsch en 2005 y de Jorge Arrate en 2009. Pero sin perjuicio de eso, Silva sigue omitiendo el hecho de que la izquierda siempre necesitaba conseguir votos de la derecha para aprobar sus iniciativas en el Congreso, debido al doble efecto de los senadores designados (hasta 2006) y del sistema electoral binominal.

No deja de ser sintomático que una vez terminado el tutelaje castrense y derogados los senadores designados y vitalicios con la reforma Constitucional del año 2005, al año siguiente se escucharon las primeras voces críticas más vociferantes en contra del sistema educativo escolar con la llamada “Revolución pingüina”. Coincidentemente ese mismo año falleció Augusto Pinochet, ya retirado de la vida pública desde su regreso a Chile desde Londres el año 2000. Lo relevante de todo esto es que ya no existía el mismo contexto de aguda tensión cívico militar de los inicios de la transición, ya no existía tampoco la presencia siempre amenazante de Pinochet como comandante en jefe del Ejército con el correspondiente miedo a una regresión autoritaria, ni tampoco existía el tutelaje castrense en el Consejo de Seguridad Nacional auto convocante. No es raro entonces que las marchas callejeras como expresión de descontento de grupos de izquierda radicales comenzaran a aparecer como parte del nuevo contexto político post-miedo, si se le puede llamar de esa forma. La semilla plantada por el movimiento pingüino de 2006 germinó el año 2011 en las masivas y violentas manifestaciones estudiantiles contra el gobierno de Sebastián Piñera enarbolando las banderas del discurso contra la desigualdad y la “educación pública, gratuita y de calidad” como rezaba el eslogan repetido hasta el cansancio.

Mientras la derecha estaba en el gobierno hasta marzo del 2014 y mientras tenía votos suficientes en el Congreso, todavía podía seguir recurriendo al expediente de votar en contra de iniciativas que implicaran cambios importantes del legado institucional de la dictadura, pero una vez perdido el gobierno y luego de la bancarrota política y electoral sufrida en las elecciones parlamentarias del año 2013, recurrir al mismo expediente dejó de ser posible. Y ya no se trataba solo de no tener votos suficientes en el Congreso, sino que ahora además la izquierda rebautizada como Nueva Mayoría había encontrado la oportunidad perfecta para surfear la ola del descontento y hacer suyas las banderas y consignas del movimiento estudiantil, que ya no era una manifestación marginal como en su momento lo fueron las de Gladys Marin, Tomás Hirsch o Jorge Arrate. Es muy probable que esa haya sido precisamente la oportunidad que los antiguos auto flagelantes habían estado esperando tanto tiempo, y no la iban a dejar escapar así como así.

Esta conjunción de un discurso crítico contra el modelo de desarrollo de la transición con una base de apoyo más amplia, y además contando con mayorías suficientes en el Congreso, era sin duda una oportunidad de oro para la izquierda, por lo que no resulta nada de extraño que la hayan aprovechado, como bien se le escapó al imprudente senador del PPD Jaime Quintana con su infausta frase de la “retroexcavadora”. Por eso acierta el diputado Ernesto Silva cuando en las páginas 96 y 97 se lamenta que

“Debemos aceptar, me temo, que la democracia de los acuerdos fue una anomalía hecha posible por el pragmatismo a regañadientes de la izquierda gobernante de la época, no por la firmeza de sus auténticas convicciones”


Sin embargo esta lucidez parece contradecirse con las alabanzas que hace de la democracia de los acuerdos en la página 98, ya que ahí el diputado destaca que

“Los dirigentes de ambos conglomerados entendieron que, luego de 17 años sin actividad política y legislativa, la capacidad de acercar posiciones y construir consensos iba a ser clave para sacar adelante las reformas que Chile necesitaba por entonces”


¿Entendieron? ¿De ambos conglomerados? ¿Si lo que hizo posible esa “anomalía” fue “el pragmatismo a regañadientes” de la izquierda, como es que puedan haber “entendido” que “la capacidad de acercar posiciones y construir consensos iba a ser clave”? A lo más pueden haber “entendido” que era necesario ser pragmáticos a regañadientes, lo que implicaba acercar posiciones y construir consensos, aunque no fueran esas sus auténticas convicciones. Pero de todas formas si no lo entendían ahí iba a estar el derechismo para hacerles entender recurriendo al expediente de votar en contra en bloque con el auxilio al menos parcial de los senadores designados.

Y así se llegó a la penosa situación en que se encuentra la derecha en el año 2015, en que ya no cuenta con el auxilio de los senadores designados como en los años 90, y en que la izquierda de hoy ya no necesita negociar con ella para aprobar sus iniciativas. Pero sobre todo, en que ya no existe el contexto plagado de miedos y tensiones de inicios de la transición, con Pinochet fallecido hace años, y con la izquierda aprovechando la oportunidad de surfear la ola de las protestas estudiantiles como base de apoyo para llevar adelante reformas mucho más radicales que las que se habría atrevido a plantear en los años 90 o 2000 incluso si hubiera tenido los votos suficientes. No debe ser fácil la situación para los diputados y senadores derechistas, acostumbrados a recurrir al expediente de votar en contra si no negociaban con ellos teniendo votos suficientes, cuando se dan perfecta cuenta de que sus votos ya no son suficientes y están quedando relegados a un rol casi testimonial. Incluso a la UDI se la ve a ratos impotente, acostumbrada antaño a golpear la mesa y a vociferar sus rabietas y pataletas de histeria durante la transición.

Lamentablemente para la derecha recién se han dado cuenta de lo equivocados que estaban. Como el mismo Ernesto Silva declara

“La derecha no supo anticipar el resurgimiento de esta vieja izquierda y sus ideas trasnochadas, quizás porque creyó honestamente que los acuerdos logrados durante la transición reflejaban auténticos consensos entre coaliciones de distinto signo, y no solo concesiones que la Concertación hacía a contrapelo”


Las reflexiones anteriores del diputado revelan el auto engaño de la derecha, que confundió la necesidad estratégica de negociar con “auténticos consensos”. De lo que también debería darse cuenta es que dialogar contrastando argumentos a favor y en contra de tal o cual iniciativa legislativa, con la disposición a convencer y a ser convencido, es bastante distinto que sentarse a hablar o conversar porque existe la necesidad estratégica de negociar. Lamentablemente la práctica política casi no da lugar a ese tipo de diálogo virtuoso, como bien lo describió Carl Schmitt en crudos términos hace 90 años. Pero a pesar de eso, los políticos siempre pueden hacer el esfuerzo de buscar los mejores argumentos y afinar los que ya tienen para elevar el nivel de la discusión, lo que en el mejor de los casos puede llamar la atención de los electores y dejar una buena impresión en ellos, y eso podría eventualmente llevarlos a exigir un nivel de debate más sofisticado en general. Ese puede que sea el mejor esfuerzo que se pueda hacer para que se comiencen a exigir y sopesar razones y se dejen de contar cabezas (votos en el Congreso). Tener una mayoría numérica no es lo mismo que tener la razón, pero para demostrar que no es lo mismo hay que plantear razones (valga la redundancia) y emplazar al adversario a que se haga cargo de ellas.

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