“Debemos aceptar, me temo, que la
democracia de los acuerdos fue una anomalía hecha posible por el pragmatismo a
regañadientes de la izquierda gobernante de la época, no por la firmeza de sus
auténticas convicciones”
Ernesto Silva, “Aire
nuevo para Chile. Un recambio necesario”, RIL editores, 2015
Hace
unas pocas semanas salió a la venta el libro del diputado de la UDI y ex
Presidente de ese mismo partido, Ernesto Silva. El libro contiene una serie de
reflexiones interesantes a la luz de los acontecimientos políticos que han
acaecido desde el año 2011 a la fecha. Pero hay una sección del libro de Silva
que es de especial relevancia porque ahí el diputado se pregunta qué fue lo que
sucedió para que la Concertación mutara en la Nueva Mayoría, y por qué muchos
de los mismos actores que en años 90 y 2000 se comportaban de una manera hoy se
comportan de otra que parece muy distinta hasta el punto de ser irreconocible.
En
los comienzos de esta sección el diputado Silva se pregunta y a renglón seguido
se responde a sí mismo (página 96)
“¿Hubo realmente una metamorfosis, un
cambio de personalidad con rasgos de esquizofrenia? ¿O fue más bien el
postergado sinceramiento de lo que la izquierda efectivamente siempre ha
creído?
Sinceramiento, sin ninguna duda. Lo que
esta izquierda arrepentida viene diciendo y haciendo desde hace más de un
lustro refleja las ideas que muchos en la antigua Concertación abrigaban
calladamente durante la Transición, pero que no se atrevieron a defender
entonces”
Y
en la página siguiente el diputado continua con sus disquisiciones afirmando
que
“Muchos pensamos que su acelerada mutación
era una impostura motivada por cálculos electorales, un devaneo con los grupos
extraparlamentarios y un señuelo para los movilizados que habitualmente
simpatizan con las ideas más rupturistas porque se sienten marginados del
sistema. En suma, un radicalismo beligerante que, en caso de llegar al poder,
volvería rápidamente a los cauces moderados de nuestra historia reciente.
En realidad era la izquierda sacándose la
máscara de una vez por todas. Tanto la experiencia del gobierno de Piñera como
lo visto con su sucesor(a) desde 2014 demuestran que la Nueva Mayoría tiene un
proyecto político muy distinto al que encarnaba la Concertación (…) se trata
(…) de un retroceso hacia ideas viejas y modelos superados (…) en los que la
izquierda nunca dejó de creer, incluso cuando impulsaba los acuerdos de la
Transición”
Pienso
que el diputado Silva acierta en su diagnóstico, pero cabe hacer un matiz. Lo
que el diputado identifica como “la izquierda” se parece más bien al grupo
denominado de los “auto flagelantes” durante la Concertación, un grupo que no
estaba de acuerdo con continuar administrando el legado de la dictadura sin
empujar cambios en sentido contrario, pero que se veía constreñido por las
condiciones políticas de ese entonces y no le quedaba otra que seguir
participando de los gobiernos de la Concertación, que mal que las les permitía
administrar cuotas de poder para sí mismos, a pesar de su descuerdo con el
rumbo de esos gobiernos.
Lo
que ha sucedido desde el 2011 es que producto de las movilizaciones
estudiantiles y de la frontal impugnación de llamado “modelo”, los antiguos
auto flagelantes ahora tenían la oportunidad que se les había escapado
anteriormente de llevar la voz cantante y desplazar a los denominados “auto
complacientes” que habían perfeccionado y profundizado el legado de la
dictadura. Eso es lo que se le escapa a Silva, que agrupa a todas las facciones
bajo el rótulo de “la izquierda” olvidando esa diferenciación propia de la
transición.
Hecha
esa precisión, ahora cabe analizar en qué se equivoca el diputado Ernesto Silva
en su libro. Para decirlo sin rodeos, el diputado se equivoca en que confunde
flagrantemente la negociación con el diálogo, pero esto requiere ser explicado
con más detención.
Veamos.
Silva comienza quejándose en la página 98 de la intransigencia de la Nueva
Mayoría al usar sus mayorías en el Congreso desestimando la oposición de
distintos grupos, entre ellos la derecha política:
“Teniendo los votos suficientes, parece
creer la Nueva Mayoría, dialogar con los que no los tienen es un mero
formalismo para la galería”
Nótese
que aquí Silva se refiere a la falta de diálogo con los que no tienen votos
suficientes, o sea con la derecha. Y luego en la página siguiente valora que
“Las reformas Constitucionales de 1989 y
2005 (…) jamás habrían sido posibles sin una convicción profundamente enraizada
en los protagonistas de que los cambios importantes surgen del diálogo abierto
y la negociación responsable”
Y
ahora nótese que Silva se refiere al diálogo y a la negociación que estuvieron presentes en las citadas reformas
constitucionales. Cabe hacer la pregunta de por qué en el primer caso el
diputado se refiere solo al diálogo (como ausencia) y en el segundo se refiera
al diálogo y a la negociación (como presencia). La respuesta tiene que ver con
una diferencia clave: en el primer caso la derecha no tenía los votos
suficientes como el mismo autor señala, y en el segundo caso en cambio si los
tenía, y esto cambia la dinámica de ambas situaciones. Al no tener votos
suficientes, la izquierda no tenía nada que negociar con la derecha. De hecho,
negociar habría sido un absurdo tácticamente hablando ya que la izquierda no
necesitaba la aprobación de la derecha para sacar adelante su agenda en el
Congreso. En cambio cuando la derecha si tenía los votos suficientes para que,
por ejemplo, se aprobaran reformas constitucionales, la izquierda
necesariamente tenía que negociar con la derecha para sacarlas adelante, porque
de no hacerlo, la derecha simplemente podía votar en contra y hacer fracasar
las intenciones de la izquierda.
¿Y
qué hay respecto al diálogo? ¿Por qué en el primer caso según Silva el diálogo
era un “mero formalismo para la galería” y en el segundo en cambio era
“abierto”? Lo primero que hay que decir es que diálogo es distinto a la
negociación. Esto puede sonar baladí, pero tiene implicancias que van más allá
de la mera semántica. Vamos por parte. El diálogo es, se podría decir, una
suerte de imperativo moral en un sentido Kantiano. Ese imperativo moral es el
que impele a cada sujeto a reconocer a los otros sujetos con los que dialoga
como fines en sí mismos y no como medios. Tratar a los demás sujetos que
dialogan como fines en sí mismos implica reconocer a esos sujetos como iguales
en el sentido de que aquello que tienen que decir nos interesa y estamos
dispuestos a escucharlo, y viceversa. Independiente de que después de
escucharlos estemos o no de acuerdo, la actitud inicial es de apertura y de
disposición a escuchar mutuamente, y luego de escucharse los sujetos pueden
evaluar lo que han escuchado y contrastarlo con sus propias ideas y juicios y
evaluarlo para decidir si están de acuerdo o no. Pero esta actitud que hace
posible el diálogo requiere de un nivel de honestidad intelectual y de cierta
integridad personal que no son fáciles de encontrar con frecuencia.
Una
de las mejores descripciones de esta actitud que hace posible el diálogo se
puede encontrar en la famosa obra “Sobre la libertad” del filósofo inglés John
Stuart Mill, en el capítulo donde precisamente se refiere a la libertad de
palabra. En esa obra Mill expresó lo siguiente:
"¿Cómo ha llegado una persona a ser
realmente merecedora de que se confíe en su juicio? Ha mantenido su mente
abierta a la crítica de sus opiniones y su conducta. Ha adoptado la costumbre
de escuchar todo lo que pudiera decirse en contra de ella, de aprovecharlo en
tanto fuera justo y de exponer ante sí misma (y, de presentarse la necesidad,
ante los demás) la falacia de lo que fuese falaz. Ha sentido que la única
manera en que un ser humano puede alcanzar cierta aproximación al conocimiento
íntegro de un asunto es escuchando lo que puedan decir al respecto personas con
las opiniones más variadas y estudiando cada una de las distintas maneras en
que puede ser examinada por las mentes más diversas. Ningún sabio ha adquirido
jamás su sabiduría de otro modo, ni se halla en la naturaleza del intelecto
humano alcanzar el saber por ningún otro medio. El hábito regular de corregir y
completar la propia opinión contrastándola con la de otros, lejos de generar
dudas y vacilaciones al llevarla a la práctica, es el único fundamento sólido
para confiar justificadamente en ella; pues quien tiene conocimiento de todo lo
que (al menos en los casos más obvios) puede decirse en contra de él y ha
afirmado su posición contra todos sus opositores (consciente de que ha tratado
de encontrar objeciones y dificultades, en lugar de evitarlas, y de que no ha
sido refractario a ninguna luz que pudiera haberse arrojado sobre el tema desde
cualquier ángulo) tiene derecho a considerar que su juicio es mejor que el de
cualquier persona o multitud que no haya pasado por un proceso similar"
Ahora
bien, ¿es esta la actitud que normalmente se encuentra en los actores políticos
que han protagonizado la transición desde 1990? Me parece que no, en la mayor
parte del tiempo. No al menos en la mayoría de ellos o en los más relevantes y
protagónicos. De partida, esa actitud propia del diálogo debe ser independiente
de que se tengan más o menos votos en el Congreso, porque si depende de eso
entonces es una mera farsa o un formalismo para la galería como bien señala
Ernesto Silva. Pero ahora uno puede hacerse la pregunta de por qué esto es así,
por qué es tan difícil hallar esa actitud en esos actores políticos. En mi
opinión, esa actitud es tan difícil de hallar debido a que el Congreso y la
política en general tienen mucho más que ver con juegos y pugnas de poder que
con una realización del ideal Socrático del diálogo como búsqueda de una cierta
verdad, que es en realidad una actividad más propia de los intelectuales y los
filósofos que de los políticos como los conocemos contemporáneamente. De hecho,
es notoria la separación de las actividades de los intelectuales/filósofos y
los políticos. A los primeros se los suele encontrar en lo que suele llamarse
“academia” y a los segundos se los suele encontrar en los pasillos del Congreso
y demás edificios de los poderes del Estado.
Quizás
algunos idealistas podrían decir que el ideal de la política no es ese, que la
política no se trata solo de juegos y pugnas de poder, que se trata de buscar
el bien del país y un largo etc. de lugares comunes que se escuchan con
frecuencia, pero aquí nos estamos ateniendo a lo que la actividad política
efectivamente es y no a lo que debería ser. De partida, cuando se habla de
política tal como se entiende contemporáneamente uno puede encontrar que se
parece mucho más a las caracterizaciones de autores como Max Weber en su famosa
conferencia “La política como profesión”, y que dista bastante de lo que se
entendía como política en la Grecia clásica. Esto quizás sea una consecuencia
inevitable de la evolución desde la antigüedad hacia la moderna sociedad de
masas como se conoce actualmente en Occidente. De hecho, otro famoso autor
alemán cercano intelectualmente a Max Weber identificó en crudos términos esta
característica de la actividad política ya en la segunda década del siglo XX,
hace unos 90 años. En su obra “Sobre el parlamentarismo” de 1923, el jurista
alemán Carl Schmitt observó que
“La evolución de la moderna democracia de
masas ha convertido la discusión pública que argumenta en una formalidad vacía.
Algunas normas de derecho parlamentario actual, especialmente las relativas a
la independencia de los diputados y de los debates, dan, a consecuencia de
ello, la impresión de ser un decorado superfluo, inútil e, incluso, vergonzoso,
como si alguien hubiera pintado con llamas rojas los radiadores de una moderna
calefacción central para evocar la ilusión de un vivo fuego. Los partidos ya no
se enfrentan entre ellos como opiniones que discuten, sino como poderosos
grupos de poder social o económico, calculando los mutuos intereses y sus
posibilidades de alcanzar el poder y llevando a cabo desde esa base fáctica
compromisos y coaliciones. Se gana a las masas mediante un aparato
propagandístico cuyo mayor efecto está basado en una apelación a las pasiones y
a los intereses cercanos. El argumento, en el real sentido de la palabra, que
es característico de una discusión auténtica, desaparece, y en
las negociaciones entre los partidos se pone en su lugar, como objetivo
consciente el cálculo de intereses y las oportunidades de poder; en lo tocante
a las masas, en el lugar de la discusión aparece la sugestión persuasiva en
forma de carteles, o bien el símbolo”
¿Después
de leer el párrafo anterior, alguien podría negar que esas son precisamente las
características de la práctica política chilena desde el retorno a la
democracia? Yo al menos no encuentro argumentos ni evidencia para negarlo. Pero
hay más. Y es que Schmitt se refiere a las negociaciones interesadas entre
grupos de poder (partidos). Y es aquí entonces donde se puede hacer notar la
diferencia entre la negociación y el diálogo. Ya se caracterizó al diálogo como
una suerte de imperativo moral. Pero la negociación sigue una lógica
diametralmente opuesta. La característica principal de la negociación es que es
una necesidad estratégica y no un imperativo moral. Se negocia cuando es
necesario para lograr un cierto objetivo, pero cuando no hay tal necesidad y el
objetivo se puede lograr sin negociar, entonces no tiene sentido negociar. La
negociación tiene lugar entre dos o más sujetos o grupos y se caracteriza por
el cálculo y la ventaja mutua, en que un sujeto o grupo cede algo a cambio de
obtener otra cosa de otro sujeto o grupo. Es una forma del do ut des característico
de los contratos, en que dos o más partes negocian entre sí buscando una
ventaja mutua, dando algo a cambio de obtener algo, en el entendido de que lo
que se obtiene debe ser mayor que lo que se da, para que la negociación llegue
a buen puerto.
Esta
característica de la negociación como necesidad estratégica para lograr un
cierto objetivo sirve como marco conceptual para comprender la evolución
política e institucional de Chile desde los años 70. Fue el fracaso de la
negociación entre la UP y la entonces oposición en 1973 lo que desembocó en el
golpe de Estado del 11 de septiembre de ese mismo año. Ninguna de las dos
partes estaba dispuesta a ceder lo que la otra quería, y por consiguiente la
negociación fue un fracaso con consecuencias trágicas. Luego del golpe de
Estado, la Junta de gobierno asumió el poder casi total (ejecutivo, legislativo
y la potestad constituyente, manteniendo el poder judicial como independiente
en teoría) y gobernaba emitiendo Decretos Leyes para lo cual solo necesitaba el
acuerdo unánime de sus cuatro miembros. Teniendo ese poder casi total, la Junta
de gobierno no tenía ninguna necesidad de negociar con nadie para aprobar sus
Decretos Leyes, y de hecho casi no hay registros de oposición significativa
desde fuera de la Junta que le impidiera aprobar algunos de esos Decretos
Leyes. El principal opositor interno a la aprobación de varios Decretos Leyes,
el general del aire Gustavo Leigh (muchas veces secundado por el almirante
Merino), fue destituido indecorosamente en 1978 por sus mismos camaradas de la
Junta en gran parte porque se estaba transformando en un obstáculo para la
marcha del gobierno militar con su continua oposición interna.
Entonces
siguiendo esa misma lógica, no tiene nada de extraño que la Junta de gobierno
en 1980 otorgara al país una nueva Constitución estudiada y redactada primero
por un grupo de juristas adeptos ideológicamente al gobierno militar y luego
por un Consejo de Estado compuesto por insignes personalidades también adeptas
al gobierno militar. La ratificación plebiscitaria de la Constitución original
en 1980 ni siquiera alcanzaba a ser un “formalismo para la galería” ya que no
existían registros electorales ni un Tribunal calificador de elecciones, por lo
que se trataba de un acto plebiscitario que procedimentalmente no pretendía
reclamar para sí ninguna legitimidad. La Junta de gobierno no tenía nada que
negociar con nadie para imponer y hacer entrar en vigencia la Constitución, y
de hecho ni siquiera era necesario que la sometiera a ratificación
plebiscitaria, ya que si quería podía imponerla y hacerla entrar en vigencia
con la sola firma de la Junta de gobierno. El plebiscito de 1980 ni siquiera
fue un formalismo, a lo más fue una especie de maniobra publicitaria o de
propaganda. De hecho, cuando el ex Presidente Eduardo Frei Montalva emplazó al
general Augusto Pinochet a un debate abierto días antes del plebiscito, el
gobierno militar simplemente desechó el emplazamiento. Pinochet no necesitaba
debatir con Frei y no tenía por qué hacerlo si no quería.
Uno
podría pensar que en 1989 Pinochet y la Junta podrían haber repetido la misma
forma de actuar de 1980 y ahora negarse a modificar la Constitución en lo más
mínimo, pero a fines de la década de 1980, la situación y la dinámica política
eran un tanto distintas que a comienzos de la misma. Fue el mismo Patricio
Aylwin quien admitió en 1984 que la Constitución de 1980 debía ser aceptada
como “un hecho” por la entonces oposición. Esa misma aceptación fue la que los
llevó a participar del plebiscito de 1988 ya que era la única forma de derrotar
a Pinochet “por las buenas” y valiéndose de los instrumentos que el mismo
Pinochet y la Junta permitían para ese fin. Y además en 1989 los adeptos del gobierno militar ya estaban organizados como partidos políticos, siendo uno
de ellos Renovación Nacional. Ese partido realizó una mediación activa entre el
gobierno militar y la oposición. En este sentido me parece plausible la tesis
que plantea Tomás Moulian en su excelente libro Chile actual. Anatomía de un mito (1997). Según esa tesis “Renovación Nacional consiguió el propósito
de convencer a los militares de una estrategia de cambios sin desmantelamiento,
ganando con ello una imagen liberalizadora”. ¿Cuál era el objetivo de realizar
esos cambios sin desmantelamiento? Me permito volver a citar a Moulian
“Estamos ante una derecha que,
aprovechando una coyuntura especial en la cual la Concertación necesitaba
negociar, estuvo dispuesta a realizar una mediación activa. Pero lo hizo, como
los hechos posteriores se han encargado de demostrarlo, para impedir que los
resguardos y protecciones excesivas deslegitimaran al Estado. Su objetivo real
era eliminar las sobreprotecciones, para evitar (como lo advierte el refrán
popular) que el exceso de cuidados terminara por matar al paciente” (…)
“Los cambios estuvieron destinados, más
que nada, a garantizar la gobernabilidad futura, purificando para ello la
Constitución, limándole aristas, extrayéndole las disposiciones más
cavernarias. Todo esto para dejar intactas las instituciones que aseguraban el
veto minoritario y la imposibilidad de reformas no consensuadas tanto del
sistema político como del modelo socioeconómico”
Según
Tomás Moulian entonces la reforma Constitucional de 1989 consiguió eliminar los
resguardos excesivos que hubieran podido “matar al paciente por exceso de
cuidados”, ya que “la exasperación de la
nueva élite dirigente ante la imposibilidad de gobernar por la oposición del
senado” habría dado motivos “para
que se gestara un ánimo masivo de ilegitimidad”. Y al mismo tiempo al
disminuir el peso político relativo de los senadores designados disminuyendo su
proporción respecto a los electos la derecha podía aumentar su propio peso en
la toma de decisiones.
Entonces
recuperada la democracia en 1990 la situación era tal que la izquierda
(Concertación) tenía que buscar votos de la derecha en el senado incluso para
aprobar leyes por mayoría simple, ya que con el auxilio de los senadores
designados por Pinochet el derechismo en bloque sumaba la misma cantidad de
senadores que la izquierda. Para qué decir si se trataba de aprobar leyes que
requerían quórums de 4/7 o reformas a la Constitución por 3/5 o 2/3. Para
lograr sus objetivos de gobierno la izquierda necesariamente tenía que negociar
con la derecha, porque de lo contrario la derecha siempre podía recurrir al
expediente de votar en contra en bloque y hacer fracasar cualquier iniciativa
legislativa de la izquierda que no contara con su aprobación.
Por
eso es que cuando Ernesto Silva ensalza que “los cambios importantes surgen del diálogo abierto y la negociación
responsable” refiriéndose a las reformas Constitucionales de 1989 y 2005,
en realidad debería omitir el “diálogo abierto”, ya que durante toda la
transición lo que había era pura negociación entre grupos de poder tratando de
obtener ventaja mutua y haciendo cálculo de intereses, tal como describió Carl
Schmitt en “Sobre el parlamentarismo”. Por supuesto que los grupos de poder que
negocian también tienen que hablar o conversar entre ellos, ya que de otra
forma no podrían negociar. Pero hablar o conversar entre ellos buscando la
ventaja mutua y el cálculo de intereses es muy distinto a dialogar en un
sentido Socrático o en el sentido que destacaba John Stuart Mill en “Sobre la
libertad”. Hablar o conversar como parte de una negociación está supeditado a
que exista la necesidad estratégica de negociar, porque en caso contrario no
hay nada que negociar ni tampoco nada que hablar o conversar para buscar la
ventaja mutua y el cálculo de intereses.
De
lo que Ernesto Silva en ningún momento se da cuenta es que el “diálogo” al que
se refiere en realidad se trataba de hablar y conversar como parte de la
necesidad estratégica de negociar, por eso no tiene nada de raro que al no
existir la necesidad estratégica de negociar no haya ningún “diálogo” y Ernesto
Silva se lamente de que “Teniendo los
votos suficientes, parece creer la Nueva Mayoría, dialogar con los que no los
tienen es un mero formalismo para la galería”. Un diálogo Socrático o en el
sentido que destacaba John Stuart Mill no depende de cuantos votos se tengan en
el Congreso, como ya se dijo anteriormente, porque si depende de eso entonces
es una farsa o un mero “formalismo para la galería”. Esta misma confusión de
Ernesto Silva respecto al tipo de “diálogo” que se practicaba durante la
transición, podría explicar su omisión de que lo que se hacía en el Congreso no
era precisamente contrastar argumentos a favor y en contra de tal o cual
iniciativa legislativa, con la disposición a convencer y a ser convencido de
los méritos y deméritos de las posturas propias, sino que como describía Carl
Schmitt
“Los partidos ya no se enfrentan entre
ellos como opiniones que discuten, sino como poderosos grupos de poder social o
económico, calculando los mutuos intereses y sus posibilidades de alcanzar el
poder y llevando a cabo desde esa base fáctica compromisos y coaliciones”
Otra
notoria omisión de Ernesto Silva cuando alaba la llamada “democracia de los
acuerdos” es que no se refiere a la aguda tensión de los primeros años de la
transición, con la presencia siempre amenazante de Pinochet como comandante en
jefe del Ejército, con el temor siempre latente de una regresión autoritaria si
las cosas no resultaban como se esperaba, y con el tutelaje castrense que se
hacía sentir cada vez que los militares podían convocar por su cuenta al
Consejo de Seguridad Nacional. La situación en esos años se asemejaba a la que
enfrenta un paciente que recién ha salido de la UCI y sigue bajo continua
observación y cuidado de los médicos sin ser dado de alta, por lo que el
paciente y sus médicos deben tener extremo cuidado para que no vuelva a caer a
la UCI. El diputado simplemente omite todo este contexto y señala que (página
99)
“Los logros de la hoy vapuleada democracia de
los acuerdos siguen siendo objeto de análisis político e investigación
académica en varios rincones del mundo, ya que su diseño y su praxis no solo
permitieron viabilizar la experiencia inédita de retornar a la democracia por
la vía de las urnas, sino que hacerlo en un clima de paz, sin afectar el
crecimiento y sin grandes altibajos en el camino. Por eso los politólogos y los
historiadores hablan del caso chileno, un ejemplo de progreso económico y
social del que otras naciones en vías de desarrollo pueden aprender”
Seguramente la aguda tensión de los primeros
años de la transición, la presencia amenazante de Pinochet y el miedo a una
regresión autoritaria, y el tutelaje castrense también pueden ser “objeto de
análisis político e investigación académica” y los politólogos y los
historiadores cuando hablen del “caso chileno” también pueden incluirlos como
parte del contexto que define a ese mismo caso. Omitir o, peor aún, desestimar
la influencia que este contexto tuvo en la llamada “democracia de los acuerdos”
es ceguera e incluso deshonestidad intelectual, porque ya se ha visto el
devenir político que ha tenido el país cuando ese contexto ya no ha estado
presente. Si alguien no está convencido de esto lo mejor que puede hacer es
leer el excelente libro “La historia oculta de la transición” del periodista
Ascanio Cavallo, que debe ser el trabajo de investigación más serio que se ha
realizado sobre esos años. La transición no solo tuvo una cara visible y color
de rosa como la que tanto alaba Ernesto Silva, también tuvo una cara más
invisible y color gris de la que usualmente no se habla mucho.
Según el diputado Ernesto Silva “los verdaderos motivos que impulsaron a la
izquierda a inclinarse por determinadas políticas mientras condujo la
transición” no eran el supuesto veto derechista en el Congreso, sino que
“Para dar un solo ejemplo, ni la derecha
ni ‘los ricos’ le forzaron la mano a la Concertación cuando hubo que normar la
educación; fueron los avances sin precedentes en acceso y cobertura los que la
convencieron de estimular la iniciativa privada para seguir logrando mejoras”
Esto puede ser cierto, pero lamentablemente
Silva da un solo ejemplo para sostener su punto, y luego vuelve a insistir en
que
“A pesar de eso, el discurso de la nueva
izquierda arrepentida era ‘quisimos hacer mucho más, pero teníamos las manos
atadas’. En su radical y equivocada reinterpretación de las cosas, la voluntad
de la mayoría de chilenos había estado secuestrada por los intereses de unos
pocos durante casi 25 años”
Aquí sin embargo Silva tiene un punto, ya que
si de la “voluntad de la mayoría de los chilenos” se trata, al menos hasta la
elección de 2009 los discursos críticos y rupturistas respecto al modelo de
desarrollo seguido durante la transición eran marginales y sin peso. Basta
recordar las fracasadas y electoralmente insignificantes candidaturas de Gladys
Marin en 1999, de Tomás Hirsch en 2005 y de Jorge Arrate en 2009. Pero sin
perjuicio de eso, Silva sigue omitiendo el hecho de que la izquierda siempre
necesitaba conseguir votos de la derecha para aprobar sus iniciativas en el
Congreso, debido al doble efecto de los senadores designados (hasta 2006) y del
sistema electoral binominal.
No deja de ser sintomático que una vez terminado
el tutelaje castrense y derogados los senadores designados y vitalicios con la
reforma Constitucional del año 2005, al año siguiente se escucharon las
primeras voces críticas más vociferantes en contra del sistema educativo
escolar con la llamada “Revolución pingüina”. Coincidentemente ese mismo año
falleció Augusto Pinochet, ya retirado de la vida pública desde su regreso a
Chile desde Londres el año 2000. Lo relevante de todo esto es que ya no existía
el mismo contexto de aguda tensión cívico militar de los inicios de la
transición, ya no existía tampoco la presencia siempre amenazante de Pinochet
como comandante en jefe del Ejército con el correspondiente miedo a una
regresión autoritaria, ni tampoco existía el tutelaje castrense en el Consejo
de Seguridad Nacional auto convocante. No es raro entonces que las marchas
callejeras como expresión de descontento de grupos de izquierda radicales
comenzaran a aparecer como parte del nuevo contexto político post-miedo, si se
le puede llamar de esa forma. La semilla plantada por el movimiento pingüino de
2006 germinó el año 2011 en las masivas y violentas manifestaciones estudiantiles
contra el gobierno de Sebastián Piñera enarbolando las banderas del discurso
contra la desigualdad y la “educación pública, gratuita y de calidad” como
rezaba el eslogan repetido hasta el cansancio.
Mientras la derecha estaba en el gobierno hasta
marzo del 2014 y mientras tenía votos suficientes en el Congreso, todavía podía
seguir recurriendo al expediente de votar en contra de iniciativas que
implicaran cambios importantes del legado institucional de la dictadura, pero
una vez perdido el gobierno y luego de la bancarrota política y electoral
sufrida en las elecciones parlamentarias del año 2013, recurrir al mismo
expediente dejó de ser posible. Y ya no se trataba solo de no tener votos
suficientes en el Congreso, sino que ahora además la izquierda rebautizada como
Nueva Mayoría había encontrado la oportunidad perfecta para surfear la ola del
descontento y hacer suyas las banderas y consignas del movimiento estudiantil,
que ya no era una manifestación marginal como en su momento lo fueron las de
Gladys Marin, Tomás Hirsch o Jorge Arrate. Es muy probable que esa haya sido
precisamente la oportunidad que los antiguos auto flagelantes habían estado
esperando tanto tiempo, y no la iban a dejar escapar así como así.
Esta conjunción de un discurso crítico contra
el modelo de desarrollo de la transición con una base de apoyo más amplia, y
además contando con mayorías suficientes en el Congreso, era sin duda una
oportunidad de oro para la izquierda, por lo que no resulta nada de extraño que
la hayan aprovechado, como bien se le escapó al imprudente senador del PPD
Jaime Quintana con su infausta frase de la “retroexcavadora”. Por eso acierta
el diputado Ernesto Silva cuando en las páginas 96 y 97 se lamenta que
“Debemos aceptar, me temo, que la
democracia de los acuerdos fue una anomalía hecha posible por el pragmatismo a
regañadientes de la izquierda gobernante de la época, no por la firmeza de sus
auténticas convicciones”
Sin embargo esta lucidez parece contradecirse
con las alabanzas que hace de la democracia de los acuerdos en la página 98, ya
que ahí el diputado destaca que
“Los dirigentes de ambos conglomerados
entendieron que, luego de 17 años sin actividad política y legislativa, la
capacidad de acercar posiciones y construir consensos iba a ser clave para
sacar adelante las reformas que Chile necesitaba por entonces”
¿Entendieron? ¿De ambos conglomerados? ¿Si lo
que hizo posible esa “anomalía” fue “el pragmatismo a regañadientes” de la
izquierda, como es que puedan haber “entendido” que “la capacidad de acercar
posiciones y construir consensos iba a ser clave”? A lo más pueden haber
“entendido” que era necesario ser pragmáticos a regañadientes, lo que implicaba
acercar posiciones y construir consensos, aunque no fueran esas sus auténticas
convicciones. Pero de todas formas si no lo entendían ahí iba a estar el
derechismo para hacerles entender recurriendo al expediente de votar en contra
en bloque con el auxilio al menos parcial de los senadores designados.
Y así se llegó a la penosa situación en que se encuentra
la derecha en el año 2015, en que ya no cuenta con el auxilio de los senadores
designados como en los años 90, y en que la izquierda de hoy ya no necesita
negociar con ella para aprobar sus iniciativas. Pero sobre todo, en que ya no
existe el contexto plagado de miedos y tensiones de inicios de la transición,
con Pinochet fallecido hace años, y con la izquierda aprovechando la
oportunidad de surfear la ola de las protestas estudiantiles como base de apoyo
para llevar adelante reformas mucho más radicales que las que se habría
atrevido a plantear en los años 90 o 2000 incluso si hubiera tenido los votos
suficientes. No debe ser fácil la situación para los diputados y senadores
derechistas, acostumbrados a recurrir al expediente de votar en contra si no
negociaban con ellos teniendo votos suficientes, cuando se dan perfecta cuenta
de que sus votos ya no son suficientes y están quedando relegados a un rol casi
testimonial. Incluso a la UDI se la ve a ratos impotente, acostumbrada antaño a
golpear la mesa y a vociferar sus rabietas y pataletas de histeria durante la
transición.
Lamentablemente para la derecha recién se han
dado cuenta de lo equivocados que estaban. Como el mismo Ernesto Silva declara
“La derecha no supo anticipar el
resurgimiento de esta vieja izquierda y sus ideas trasnochadas, quizás porque
creyó honestamente que los acuerdos logrados durante la transición reflejaban
auténticos consensos entre coaliciones de distinto signo, y no solo concesiones
que la Concertación hacía a contrapelo”
Las reflexiones anteriores del diputado revelan
el auto engaño de la derecha, que confundió la necesidad estratégica de
negociar con “auténticos consensos”. De lo que también debería darse cuenta es
que dialogar contrastando argumentos a favor y en contra de tal o cual
iniciativa legislativa, con la disposición a convencer y a ser convencido, es
bastante distinto que sentarse a hablar o conversar porque existe la necesidad
estratégica de negociar. Lamentablemente la práctica política casi no da lugar a
ese tipo de diálogo virtuoso, como bien lo describió Carl Schmitt en crudos
términos hace 90 años. Pero a pesar de eso, los políticos siempre pueden hacer
el esfuerzo de buscar los mejores argumentos y afinar los que ya tienen para
elevar el nivel de la discusión, lo que en el mejor de los casos puede llamar
la atención de los electores y dejar una buena impresión en ellos, y eso podría
eventualmente llevarlos a exigir un nivel de debate más sofisticado en general.
Ese puede que sea el mejor esfuerzo que se pueda hacer para que se comiencen a
exigir y sopesar razones y se dejen de contar cabezas (votos en el Congreso).
Tener una mayoría numérica no es lo mismo que tener la razón, pero para
demostrar que no es lo mismo hay que plantear razones (valga la redundancia) y
emplazar al adversario a que se haga cargo de ellas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario