sábado, 31 de enero de 2015

¿Igualitarios o socialdemócratas?

En una columna Cristóbal Bellolio responde a Jorge Gómez Arismendi acerca del “mínimo común liberal”. En su respuesta, Bellolio alude a que en realidad Gómez se refiere a la corriente filosófica conocida como “libertarianismo”, uno de cuyos máximos exponentes es el filósofo político Robert Nozick, y que él por su parte se refiere a la corriente llamada “liberalismo igualitario”, representada por pensadores como John Rawls, y que según Bellolio actualmente ES la corriente imperante en el liberalismo en el campo de la teoría política.
Sin entrar a discutir acerca de la apreciación que hace Bellolio en cuanto a los nombres de las corrientes y cuál de las dos supuestamente es la que realmente debiera llamarse “liberal”, resulta interesante enjuiciar el mínimo común que propone Bellolio en cuanto a su valor de idea debido al hecho de que de su lectura se infieren bastantes coincidencias con la socialdemocracia.
Primero, Bellolio responde a Gómez afirmando que “la teoría liberal contemporánea (desde Rawls en adelante) se toma muy en serio el problema de la justicia: cómo las condiciones de partida son determinantes en la distribución de recompensas que no pueden (ser) justificadas apelando al mérito”. Es necesario detenerse en esto. En primer lugar, Bellolio parece asumir una suerte de determinismo social, en que las supuestas condiciones de partida (o la llamada “cuna”) serían determinantes en la distribución de recompensas. Seguramente los igualitarios podrían decir que hay evidencias y estadísticas que muestran que las personas pobres en general nunca dejan de ser pobres y las personas ricas en general nunca dejan de ser ricas, pero esto constituye una falacia cum hoc ergo propter hoc, ya que atribuye causalidad a una mera correlación estadística. Para probar que existe una correlación estadística basta con tomar datos y buscar la correlación entre ellos, pero otra cosa muy distinta es asumir que dicha correlación indica una causalidad. Eso es una falacia, ya que correlación NO ES LO MISMO que causalidad. Para probar la causalidad se requiere acudir al método científico hasta llegar a determinar con cierto margen de certeza que cada vez que se presenta un antecedente le sigue un consecuente, como es el caso de la atracción gravitacional y la caída libre en el aire hasta llegar a tocar el suelo. Pero si acaso los igualitarios pretenden sugerir una relación de causalidad con el determinismo social, tienen un arduo trabajo ya que la carga de la prueba recae sobre ellos, pero se ve bastante difícil que puedan acudir al método científico para probar una supuesta causalidad que bien puede no existir. Mientras no se pruebe que existe tal causalidad, apenas puede contarse con que existe una correlación estadística, lo cual no dice mucho en sí mismo.
En segundo lugar, Bellolio pretende que las recompensas sean justificadas apelando al “mérito”, lo cual se conoce como “meritocracia”. Al hacer esto, lo que en el fondo se quiere significar es que la distribución de la propiedad resultante de los millones de intercambios simultáneos que ocurren día a día, debe estar sujeta a una pauta de resultado final, en que es el “mérito” de cada persona el criterio para determinar la recompensa o la cuota de propiedad que le corresponde. Esto lo acerca a la socialdemocracia en el sentido de que tal pauta de resultado final implica una organización de la sociedad desde arriba hacia abajo, en que los que están arriba determinan el “mérito” en cada caso particular y por consiguiente asignan las recompensas o cuotas de propiedad. Sin esto último, la pretensión de “meritocracia” queda imposibilitada de verse realizada ya que sin intervenir en el marco de las relaciones intersubjetivas, no es posible eliminar la arbitrariedad con que se toman las decisiones en el marco de dichas relaciones. Arbitrariedad que explica, por ejemplo, que un gerente contrate a un amigo suyo para un importante puesto ejecutivo en su empresa, sin importar “sus méritos”. Para poder impedir esto tendría que existir una ley que impida al gerente contratar a su amigo y lo obligue a poner un aviso de búsqueda de personal para contratar. Se ve entonces que los que están “arriba” no son más que los legisladores que hacen leyes para organizar la sociedad de acuerdo a ellas.
Continua Bellolio afirmando que “Por ello se les llama también liberal-igualitarios: son liberales que creen que las sociedades justas tienen una cierta obligación de redistribuir recursos y oportunidades. Al hacerlo, inevitablemente afectan la libertad individual de las personas”. Nuevamente se acerca a la socialdemocracia con su idea de la redistribución de recursos, la cual solo puede hacer el Estado cobrando impuestos, y además le añade la redistribución de oportunidades, lo cual sugiere la existencia de leyes para determinar qué oportunidades les corresponden a quienes, lo cual como bien reconoce inevitablemente afecta la libertad individual de las personas. Con esto Bellolio se acerca a la socialdemocracia en sus formas institucionales, ya que la existencia de leyes para determinar qué recursos y oportunidades les corresponden a quienes, constituye una abierta interferencia del Estado sobre la sociedad civil, en que el Estado actúa como un verdadero configurador de la sociedad civil. Una característica de los llamados “Estados sociales de derecho” (forma Constitucional de la socialdemocracia) es que el Estado tiende a confundirse con la sociedad civil ya que interfiere abiertamente con ella y la configura, a diferencia de los Estados liberales de derecho en que el Estado está muy bien separado de la sociedad civil e interfiere muy poco con ella y de ninguna manera intenta configurarla. Pero lo que es más ambiguo y poco claro es la idea de “sociedades justas”. En su célebre “Leviathan”, Thomas Hobbes decía que “La definición de injusticia no es otra sino ésta: el incumplimiento de un pacto. En consecuencia, lo que no es injusto es justo”. De esta forma Hobbes asociaba la justicia a la observancia efectiva de los pactos y de dar a cada uno lo suyo en virtud de los mismos, pero donde no hay pactos no hay “suyo” y no hay justicia ni injusticia. Esta idea de justicia se conoce como “conmutativa”, a diferencia de la mal llamada “justicia distributiva” que Hobbes identifica como la de un árbitro que define lo que es justo en una controversia entre dos partes, idea que puede hacerse extensiva a cualquier grupo de personas. La idea de “sociedades justas” a la que alude Bellolio parece relacionarse con la equivocada noción de “justicia distributiva” en que un árbitro define lo que es justo de acuerdo a los “méritos” de cada uno.
Sigue Bellolio afirmando que “En esto seguimos a Sir Isaiah Berlin (uno de los liberales más notables del siglo XX) que sostenía que la libertad individual no siempre es la primera necesidad de todo el mundo. Hay veces en las cuales las urgencias de pan, techo y abrigo son más acuciantes. Esto no implica desplazar a la libertad de su prioridad. Significa reconocer la existencia de otros valores normativos (igualdad, solidaridad, paz social) que también merecen consideración en el arte de gobernar”. Entiendo que Bellolio cuando cita a Berlin se mueve en el plano de las abstracciones, pero cuando aterriza su idea con las “urgencias de pan, techo y abrigo” yerra lamentable y rotundamente, ya que su aterrizaje solo puede entenderse en el marco de su intento de definir un mínimo común para un posible proyecto que él llama “liberal” en CHILE, pero en Chile esas necesidades están más que cubiertas en general. Por todas las estadísticas conocidas, la desnutrición ya no es un problema acuciante en Chile, sino que por el contrario ahora la obesidad aparece como un problema de salud para muchas personas. Y las necesidades de techo y abrigo también están más que cubiertas, con las lamentables excepciones de los indigentes que aún existen en Chile, que constituyen una realidad marginal, la excepción que confirma la regla, y de quienes se hace cargo de ayudar el Hogar de Cristo, una organización caritativa que funciona ¡sorpresa para los igualitarios! con aportes voluntarios en dinero y especies en vez de impuestos. Por otra parte, cuando alude a reconocer la existencia de “otros valores normativos que también merecen consideración en el arte de gobernar”, le queda pendiente justificar por qué dichos valores normativos deberían ser considerados en cada caso. Si de los casos de pan, techo y abrigo se trata, su ejemplo simplemente es no ha lugar en el caso de Chile.
Siguiendo con el tema de los impuestos, Bellolio señala que “Los liberales se distancian de los libertarios en este punto: nosotros creemos que la estructura tributaria es legítima en la medida que contribuya a la provisión de ciertos bienes públicos democráticamente acordados –educación, salud, vivienda- que nos permitan satisfacer condiciones básicas para que la competencia posterior tenga lugar en escenarios menos asimétricos y predeterminados por la suerte”. Es decir, Bellolio apela a los fines que se persiguen con la recaudación de impuestos que luego serán gastados por el Estado en la provisión de “bienes públicos”, y esos fines son determinados por consenso democrático. Pero en esto Bellolio yerra ya que la democracia es una doctrina sobre la manera de determinar lo que será la ley, y el liberalismo una doctrina sobre lo que debiera ser la ley, como bien señaló Hayek en su conocida obra “Los fundamentos de la libertad”. Bellolio parece apelar a los procedimientos democráticos para determinar fines que legitimen el cobro de impuestos y su posterior uso para gasto fiscal por parte del Estado. Es decir, a Bellolio parece importarle más la forma en que se hacen las leyes que el contenido de las mismas, y en este caso el contenido apunta a la provisión de “bienes públicos” tales como educación, salud y vivienda gracias a los impuestos cobrados (progresivamente, lo más probable) a las personas naturales y jurídicas.
Pero es conveniente destacar que lo que Bellolio llama “bienes públicos” tales como educación, salud y vivienda, es lo que los abogados llaman “derechos sociales” o de segunda generación, los cuales implican una prestación del Estado a los ciudadanos que la exijan. Por definición los “bienes públicos” son aquellos en que no existe rivalidad en el consumo ni tampoco se puede excluir, el ejemplo clásico es la defensa nacional o la seguridad interna, en que se cobran impuestos para evitar el problema del “free rider”, que son personas que se verán beneficiadas por el uso del bien sin pagar por él, lo cual es una justificación teórica para cobrarles impuestos y así impedir que puedan beneficiarse de un bien por el cual no han pagado. Pero el problema es que los “bienes públicos” como educación, salud y vivienda a los que alude Bellolio, son bastante distintos que la protección policial o de las Fuerzas Armadas, ya que si bien la policía y las Fuerzas Armadas se financian con impuestos, su fin es meramente defensivo para impedir atropellos a la libertad negativa de las personas, en cambio la educación, la salud o la vivienda tienen como fin, en palabras de Bellolio “satisfacer condiciones básicas para que la competencia posterior tenga lugar en escenarios menos asimétricos y predeterminados por la suerte”. Lo que los economistas llaman “bienes públicos”, en este caso los abogados les llaman “derechos sociales”, y en su versión socialdemócrata tienen como fin producir una suerte de igualación material de las rentas de los ciudadanos. Bellolio parece no apuntar a ese fin igualitarista en su forma “fuerte”, sino a una forma más “débil” de “satisfacer condiciones” para una “competencia posterior”. En esto Bellolio nuevamente se acerca a la socialdemocracia, ya que si bien dice perseguir un fin que no apunta a la igualación de resultados, los medios a los que apela son los mismos que los de la socialdemocracia, los (mal) llamados “derechos sociales”. Y también Bellolio cae abiertamente en la socialdemocracia cuando apela al consenso democrático para determinar fines que legitimen el cobro de impuestos distintos de los fines que cumplen por ejemplo la policía y las Fuerzas Armadas. No es casualidad que la palabra socialdemocracia esté compuesta de la palabra “social” y de la palabra “DEMOCRACIA”.
Pero la parte más desafortunada de la columna de Bellolio, es cuando afirma que “Si en Latinoamérica ya es difícil configurar un proyecto político (ideológico y electoral) de corte liberal, articular uno en torno a las ideas del libertarianismo es básicamente fantasioso. Los pocos libertarios que existen están en las bibliotecas (o participando del debate público como activamente lo hace Axel Káiser) y no en los Parlamentos”. Y digo desafortunado porque parece asumir la necesidad de un proyecto electoral que busque conseguir escaños en el Congreso (Chile tiene Congreso y no Parlamento) para que así las ideas libertarias puedan realizarse. Y lo desafortunado es precisamente que Bellolio no parece otorgarle importancia a la hegemonía cultural en la formación de la llamada “opinión pública”, sino que parece creer que basta con tener un diputado o senador que legisle para así supuestamente llevar a la práctica las ideas libertarias por medio de leyes. El problema es que las leyes no cambian la idiosincrasia ni los usos y costumbres arraigados.
En Chile desde el 2011 se instaló en la opinión pública la idea de que la desigualdad es intrínsecamente negativa, se satanizó el lucro y se asumió que “el abuso” es la regla en las relaciones de intercambio entre las empresas y los ciudadanos, y los políticos de izquierda a derecha comenzaron a responder a estos fetiches discursivos asumiendo como válidas las premisas en que se basaban y jamás enjuiciando esos fetiches como valor de idea, y lo que es peor aún, presentando proyectos de ley asintiendo con las demandas derivadas de los mismos. Los centros de estudio poco hicieron para controvertir y rebatir los eslóganes que demonizaban la desigualdad y el lucro y que denunciaban “el abuso”, y los medios de comunicación se sumaron a las voces cantantes que reclamaban indignadas contra la desigualdad, el lucro y “el abuso”. Es decir, la hegemonía cultural jugó un papel preponderante en la instalación de estos eslóganes, que son los arietes discursivos con los que la izquierda política retornó al poder y con los que posiblemente desarticule todo el entramado institucional existente en Chile desde el retorno a la democracia. Pero lo más lamentable es que nadie fue capaz de alzar la voz con firmeza y salir al paso y controvertir ese discurso ni menos de enjuiciarlo en su valor de idea y denunciar su falsedad. Es decir, simplemente fue una batalla que nunca se dio. Y nunca se dio porque ni los centros de estudio con ideas supuestamente contrarias fueron capaces de alzar la voz en contra, ni menos lo hicieron supuestos políticos “liberales” como Lily Pérez, que se ha dedicado a satanizar el lucro. Con esto queda claro que los políticos en el Congreso reaccionan a las voces campantes que surgen desde la hegemonía cultural en vez de liderar el debate público discutiendo abiertamente la validez de los argumentos y el valor en cuanto a idea de esas voces.
Es por esto que tiene poco valor que exista un diputado o senador en el Congreso que supuestamente pretenda materializar una agenda legislativa que plasme ideas de corte libertario si la hegemonía cultural es hostil y contraria a esas ideas. Es mucho más importante disputar abiertamente la hegemonía cultural y controvertir y enjuiciar en cuanto a su valor de idea los eslóganes contrarios a la desigualdad, el lucro y que denuncian “el abuso”. Es un trabajo “de hormiga” y que requiere mucha paciencia y dedicación, pero que es la siembra que en el mediano o largo plazo será cosechada y rendirá sus frutos, como bien puede atestiguar la izquierda política con su aplastante triunfo en las elecciones Presidenciales y legislativas del año pasado. Esos frutos bien pueden ser elegir diputados y senadores que materialicen una agenda legislativa que plasme esas ideas. Pero si han sido elegidos es porque hay una base sólida en la hegemonía cultural que es receptiva y afín a esas ideas. Es decir, no se construye sobre el fango. Se construye sobre una base con cimientos sólidos.
Finalmente, es menester cerrar esta columna enjuiciando una de las afirmaciones iniciales de Bellolio, que dice “yo afirmo que la libertad tiene prioridad pero puede ser restringida cuando la sociedad elabora justificaciones a la altura”. El lenguaje de Bellolio es engañoso y poco claro al apelar a “la sociedad”, ya que lo que él llama “la sociedad” en la práctica política es un cuerpo legislativo de diputados y senadores que supuestamente “representan los intereses de la sociedad”, pero esto es una ficción. Es imposible que un diputado o senador pueda representar los múltiples intereses divergentes de todas las personas que conforman la sociedad. Por el contrario, lo que hacen los diputados y senadores es darle prioridad a algunos intereses por sobre otros, tratando de dar “justificaciones a la altura” para esa priorización, pero el problema es que “la altura” queda definida según la voluntad de los legisladores, y de esa forma, siguiendo a Bellolio, la libertad puede ser restringida siguiendo un procedimiento democrático de votación de mayoría. Pero aquí es necesario detenerse. ¿Cuál es la legitimidad de que un cuerpo legislativo que no puede representar EFECTIVAMENTE los múltiples intereses divergentes de todas las personas, restrinja la libertad de personas a las que no puede representar efectivamente? ¿Por qué tiene que aceptarse una restricción de la libertad en virtud de un simple procedimiento democrático de votación de mayoría, si el liberalismo es una doctrina sobre lo que debiera ser la ley y no sobre la manera de determinar lo que será la ley? ¿Si intentara salvarse el problema de la representación acudiendo a la democracia directa, por qué habría que estar dispuesto a someter las restricciones a la libertad a una votación en que una mayoría decida que desea restringir la libertad en detrimento de la minoría? ¿Qué sucedería si la minoría no estuviera dispuesta a someter tales restricciones a votación? ¿La mayoría estaría facultada para obligarla en caso de que no estuviera dispuesta? ¿Es esto legítimo? Posiblemente los igualitarios responderían que la minoría tiene que estar dispuesta a someter las restricciones de sus libertades a votación, y si no está dispuesta, no importa porque se le obligará a hacerlo de todas formas. Las únicas restricciones a la libertad legítimas son las que las personas se autoimponen en virtud de los pactos que han suscrito con terceros o en virtud del daño que podrían causar o que han causado a terceros. Apelar a un procedimiento democrático para restringir la libertad solo deja entrever el poco aprecio que el llamado “liberalismo igualitario” tiene por la libertad en su sentido negativo.
Así entonces, el llamado “mínimo común igualitario/socialdemócrata” podría sintetizarse como “Reconocemos que la libertad no es el valor supremo y siempre estamos dispuestos a restringirla cuando el procedimiento democrático elabora justificaciones a la altura, ya sea en virtud de la igualdad, solidaridad, o la paz social, y siempre estamos dispuestos a coartar la libertad negativa de unos en beneficio de la libertad positiva de otros, estén o no estén de acuerdo los primeros ya que la democracia legitima los fines por los cuales se coarta su libertad”.

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